El cascarrabias Elmer Pontiac Jr. hubiera preferido quedarse en casa viendo jugar a los Darts y tomando Budweiser en el destartalado sofá. Así que salió de la cabaña con peor gesto del acostumbrado.

En casa, la que mandaba era Jocelyn, como debe ser. Sus 180 kilos de peso sólo necesitaban decir “Eeeelm” en ese tonillo peculiar para que el cazador se sintiera más amenazado dentro del hogar, dulce hogar, que en el glacial frío exterior.

El invierno de Minnesota no es para cualquiera y un día bueno siguen siendo 15 bajo cero –Fahrenheit- y un sol de adorno, que ilumina pero no calienta ni las ilusiones. Le había prometido a Jocy un venado desde hacía semanas. Idiota. A quién se le ocurre, en plena temporada de Superbowl. Estaba todavía más irritado consigo mismo que con su adorado ballenato.

Caminó hacia el interior del bosque renegando de las raquetas de nieve que le hacían caminar como a un pato atontado. Con suerte, encontraría un alce despistado, un colablanca perdido o un maldito mapache. La cosa era llevar algo y pronto, o Jocy no sólo le privaría tres meses de sus favores (idea que empezaba a apetecerle) sino que estaría recriminándole su inutilidad y falta de hombría cada diez minutos.

Había caminado durante un rato dándole vueltas al tema de quién coño le había mandado casarse, cuando a él, lo que le motivaba verdaderamente era cazar, el Superbowl y la cerveza, cuando unas huellas le llamaron la atención. No, no eran de alce. Ni de oso. Ni humanas. Se sacudió la cabeza. Tomó un puñado de nieve y se la restregó por la cara. No, no estaba soñando y el whisky del desayuno ya lo había digerido, eso seguro. Las pisadas eran enormes.

Intentó recordar el padrenuestro:

—Maldición. Por todos los demonios. Un jodido Big Foot.