In Illo tempore no debía ser el mundo un destino turístico agradable, ya que ese mismo año muchos -entre los que recuerdo con especial emoción a Marilyn Monroe y a Juan Belmonte- decidieron marcharse a toda prisa, con las maletas por hacer.
El Dúo Dinámico hacía famosa “Perdóname”, cuyo éxito se debió sin duda a las enormes culpas que aún arrastraban los españoles y Marisol lo aclaraba explicando que la vida es una tómbola. Amante pues de los retos, elegí la conjunción del Sol con Mercurio en la octava casa para nacer géminis, y disfrutar así de una doble existencia por el mismo precio durante el resto de mi ahora ya larga vida.
El domingo de mi llegada al mundo mis padres discutían sobre qué película irían a ver a la sesión de las siete: si Laurens de Arabia, de Piter Otul, que la pasaban en el Callao… o la que quería ver mamá, Rebelión a Bordo, que era de Marlon Brando y que además la estrenaban en el cine Princesa, mucho más cerca de casa para ella que ya no podía ni dar un paso. Al final, como sucedía siempre, se decidió por la que quería ver mi padre.
Yo hice mi entrada triunfal a las seis cuarenta y cinco de la tarde, por lo que las otras entradas se quedaron en el bolsillo de la camisa de tergal a cuadros. A pesar de que fui un precioso bebé, enfermizo, moreno y lleno de pelos, logré seducir a mi abuela materna, quien me cuidaría a partir de entonces. Mi padre jamás me perdonó el perderse la peli, ni que unos meses después le destrozara el tren eléctrico que había conservado desde su infancia. Ni que no fuera abogado o militar. Ni mi madre el que por dos veces me casara con alguien a quien ella no había elegido.
Mi abuela, la mujer más importante de mi vida, me enseñó a leer y a escribir desde los tres o cuatro años, mucho antes que todos los demás niños. Nunca dejaré de agradecerle la sana tortura de hacer planas de caligrafía Rubio (de las que sólo me gustaban los aviones de puntitos) y de obligarme a leerle, en voz alta, novela tras novela de Agatha Christie en las tardes interminables del verano.
Mi interés por la fotografía comenzó por ahí de los once años, en una España tragicómica en la que la única manera de ver una mujer desnuda era en las páginas de la revista “Nueva Lente” y, por supuesto, a escondidas. En el ámbito literario, recuerdo haber buscado “puta” en la enciclopedia y quedarme horas y horas atrapado en el significado hipnótico de nuevas y hermosas palabras: pléyade, pleamar, cirrocúmulo, alborada…
Ya convertidas en onanística afición, imagen y literatura pasaron a ser parte importante de mi vida. Escribía poemas de amor a las chicas que me gustaban ignorante de que ellas se acostaban con alguno de mis compañeros. Leía con fruición el “Hermano Lobo”. Participaba como actor secundario en las películas de superocho del tomavistas familiar y tomaba mis primeras y borrosas impresiones del mundo con una Kodak de plástico.
Ya en el instituto, por ahí de los dieciséis, aprendí a reemplazar las soporíferas clases nocturnas con escapadas a la bohemia circundante que hibernaba en las Cuevas de Sésamo, los cafés del centro y el Rincón del Arte Nuevo, cohabitando con la fauna diversa que abarcaba desde Joaquín Sabina a José Hierro; de Ouka Leele al desconocido y magistral poeta José Rodríguez Redondo, con quien tanto quería.
Imagen y literatura me llevaron a estudiar publicidad, en un intento frustrado de encontrar un espacio de expresión creativa que aún intento llenar mucho tiempo después. Un vacío de casi veinte años ocupado por el trabajo, la familia, los cambios de estado civil, social y de humor. Cambios de rumbo y coordenadas. Cambios drásticos a los que me acostumbré y ahora ansío.
Si me miro en el agua de un estanque veré unas profundas ojeras sobre una barba bien cortada y mejor encanecida. Unos ojos castaños, ya muy leídos. Y una sonrisa opaca, aún sincera. Tocaré el agua con la punta de los dedos y es entonces cuando vosotros podréis verme.