“Ante todo, no pierdan la cabeza”. La frase mil veces repetida del entrenador retumbaba en su mente al momento de saltar al césped. No imaginaba que iba a tenerla muy, pero que muy presente, con todo lo que sucedería después.
Víctor sabía bien que a un chaval de provincia una oportunidad como ésta no se le presenta dos veces. Con mucha vocación y largas horas de entrenamiento, había logrado escalar posiciones en juveniles hasta que llegó el día soñado en que un cazatalentos lo vio jugar y lo fichó. Tal vez una historia trivial en este difícil mundillo del fútbol, pero que muy pocos logran ver culminada. La joven promesa de Yucatán llevaba ya un año como capitán del conjunto local. Habían tenido una temporada bastante irregular; pero gracias a la estrategia del director técnico y a un buen trabajo de equipo habían conseguido llegar a la final. Este encuentro decidía el pase a la Primera División y su futuro como futbolista profesional o dejar atrás un sueño. Era ahora o nunca.
Sin embargo, esa tarde la suerte no parecía estar de su lado. Les habían anotado en el minuto seis del partido, en un descuido de la defensa que el enemigo había sabido esperar y aprovechar para tomar la ventaja inicial. Tras ese primer susto habían reaccionado bien, con dos movimientos al frente que crearon buenas oportunidades, pero que por milímetros no pudieron concretarse. El contraataque del contrario fue demoledor: Un cañonazo desde casi media cancha subió el marcador dos a cero y los dejó desconcertados y con la moral hecha trizas. Y un magistral remate de cabeza de Patiño, el delantero contrario, barrió al portero en un saque de esquina dando el tercer gol de ventaja al visitante. En pocas palabras, un desastre total en apenas media hora de juego.
Víctor sabía -por propia experiencia y porque el técnico no paraba de recodárselo- que un partido sólo se gana o se pierde hasta el último segundo y que a pesar de que el marcador no les fuera favorable, debían luchar hasta el final. Ese tres a cero parecía una barrera imposible de superar. Sólo que “imposible –como aseguraba El Sastre – es una palabra que no está en nuestro diccionario”.
Entraron a vestidores con el ánimo a la altura del pasto. Como capitán, temía más a la vergüenza de la responsabilidad incumplida que a la segura reprimenda. El Sastre Campos guardaba en su historial muchos años de fútbol. “Ustedes no son jugadores, son guerreros” era otro de sus lemas favoritos. El sobrenombre de El Sastre se lo había inventado un célebre comentarista, en sus años de gloria, afirmando que parecía tener el balón cosido al pie, por su gran dominio y posesión del esférico.
“Al que se le ocurra llamarme coach lo mando al baño de mujeres de por vida, yo soy su en-tre-na-dor ¿Les queda claro?”. Todos asintieron con la cabeza sin atreverse a abrir la boca. Tras su aparente mal carácter y escasez de palabras, Campos tenía corazón para sus muchachos, a los que siempre exigía al límite pero también sabía escuchar y aconsejar cuando acudían a él con sus dudas y problemas. Confiaban ciegamente en su intuición y experiencia, pero también habían aprendido a temerlo. Hoy era uno de esos días. Agarró a Víctor por el cuello y lo zangoloteó como a un pavo: “Escúchame bien, güero: Hazle como quieras, pero esta me la debes. No dejes que me convierta en anciano sin vernos en Primera”.
Cuando el silbato del árbitro dio inicio al segundo tiempo, Víctor dirigió la vista hacia la banca. El Sastre se limitó a hacerle el consabido gesto apuntando con el índice la cabeza y él asintió dando por recibido el mensaje.
Pasaron varios minutos. El sol le quemaba la piel y el sudor empapaba la camiseta, como debe ser. Pero tras el ardor de la primera parte se sentía mareado y con las fuerzas disminuidas. “Tengo que resistir hasta el final, se lo debo al viejo”. Sintió que empezaba a ver luces de colores y las imágenes se distorsionaban.
Súbitamente, el campo se había convertido en un espacio más estrecho pero de gran longitud, con altas paredes de piedra a los lados y, en el centro, un aro de roca finamente esculpido. Los espectadores estaban ahora sólo a cada extremo de la alargada cancha.
En el que daba hacia el oeste, había un gran palco con un trono. En él se sentaba un dignatario de evidente importancia por su magnífico atuendo y otros que parecían ser los nobles de su corte, todos ellos varones. Los anuncios publicitarios se habían transformado en un friso de aterradoras calaveras de vivo color rojo.
-“Esto no puede estar sucediendo” – se dijo Víctor.
Miró instintivamente sus piernas y se dio cuenta de que estaban pintadas de un azul intenso, brillante, al igual que los brazos y el resto del cuerpo. Recordó haber visto en un documental que ese azul peculiar era el color sagrado de los mayas. Sus seis compañeros y los siete del grupo contrario tenían igualmente cubierto el cuerpo del mismo azul vibrante, cada uno con otros signos que los diferenciaban.
Los tacos de marca habían desaparecido; todos ellos estaban descalzos, salvo por unas sonajas que llevaban como tobilleras. El pantalón de deporte se había convertido en un taparrabos decorado con complicados dibujos de colores.
Las rodillas y los codos estaban envueltos en una especie de venda blanca, de tela recia firmemente anudada. Se tocó la frente y notó que llevaba también una banda de tela con plumas y abalorios de nácar similar a la del resto. No lograba entender bien lo que pasaba, pero de alguna manera sentía algo familiar en todo aquello.
Desde la parte superior de la pared del lado derecho y sobre una especie de podio, podía ver con claridad a un siniestro personaje que parecía observarlo fijamente, rodeado por otros dos situados a una altura ligeramente menor. Por el respeto que emanaba, Víctor imaginó que debía tratarse de un chamán o de un gran sacerdote.
El cuerpo estaba pintado completamente de negro, con unas trazas blancas que simulaban los huesos y la cara igualmente de blanco, imitando una calaca. La cabeza cubierta por un penacho de largas plumas multicolores de quetzal, que a pesar de su belleza, venían a resaltar su aspecto oscuro de ultratumba.
A derecha e izquierda, los dos acompañantes tenían la cabeza rapada y estaban completamente desnudos. El cuerpo estaba atravesado en varios lugares por largas espinas y la sangre fresca que brotaba con lentitud de las heridas brillaba al sol, pero ellos no parecían inmutarse ni sentir dolor alguno.
El sacerdote levantó un báculo decorado también con vistosas plumas y crótalos de serpiente cascabel. Golpeó con un seco sonido el suelo.
El clamor unánime de la multitud sacó a Víctor de su ensimismamiento. Una pelota de gran tamaño venía hacia él. Instintivamente reaccionó golpeándola con la rodilla. La bola de hule resultó aún más dura que una de fútbol y resintió el impacto.
Le pareció que rebotaba contra la pared con mayor impulso que el de un balón normal. Otro gran juego había comenzado.
Los sonajeros de los tobillos resonaban con un eco repetido entre las paredes cada vez que tocaban la pelota. Si ésta dejaba de rebotar y permanecía en el suelo por más de unos segundos, el sacerdote detenía el encuentro hasta que un ayudante la volvía a ponerla en juego.
Víctor se dio cuenta de que llevaban jugando todo el día y aunque le dolía cada músculo y articulación y el corazón amenazaba con salírsele del pecho, sentía aún la energía suficiente como para continuar, como si una fuerza cósmica lo impulsara desde lo más profundo de su ser.
Los jugadores rivales les hacían gestos amenazantes y proferían palabras ininteligibles, pero de seguro nada amistosas. Lo único que creyó entender con claridad fue cuando uno de ellos lo señaló directamente e hizo el gesto de rebanarle el cuello.
“Mantengamos la cabeza en su sitio”, se repitió mentalmente Víctor y golpeó con la cadera con todas sus fuerzas.
El esférico voló con efecto describiendo una trayectoria elíptica, como a cámara lenta, y atravesó limpiamente el aro de piedra. La multitud estalló en gritos de júbilo y un atronador retumbar de tambores invadió el recinto. La desesperación se leía en el rostro de los contrarios, como si la premonición de una gran desgracia comenzara a abatirse sobre ellos.
El juego aún continuaba, pero todos en su interior sabían que la proeza que representaba el orden perfecto del universo -la pelota atravesando el aro, justamente hoy, con el solsticio- difícilmente podría repetirse. Y ello, como en todos los grandes juegos de la humanidad, desde las olimpiadas griegas a los torneos medievales, de los gladiadores romanos al juego de pelota maya o a los mundiales de fútbol de hoy en día… para unos representaría la gloria y para otros, sin duda, la tragedia.
El sol estaba punto de tocar el horizonte y los últimos rayos pintaron de un tono dorado el imponente recinto. Durante unos segundos, el astro rey pareció detenerse justo encima del trono, lanzando chorros de luz naranjada en todas direcciones. El monarca se levantó y pronunció una breve frase. La multitud estalló en gritos de euforia. En ese momento nadie hubiera puesto en duda que se trataba de un dios.
El sonido largo y grave de una caracola marcó el final del juego. Todos los jugadores de ambos equipos cayeron al piso exhaustos y bañados en sudor.
Todos, menos uno.
Víctor permanecía en pie, orgulloso, con el pecho palpitante y la respiración agitada, mirando hacia el templete del trono. El fragor de la multitud se acalló al tiempo que comenzaba un rítmico compás de tambores y sonajas. Los hombres se arrodillaron e inclinaron la cabeza mientras el chico de pueblo, el joven capitán del equipo, el vencedor, el humano convertido ahora en dios, iniciaba una danza ritual que había llevado en sus genes desde el inicio de la Cuenta Larga, el calendario verdadero de la historia de la humanidad.
Víctor se vio a sí mismo elevando entre sus manos el balón de hule a cada uno de los cuatro puntos cardinales y entrando en una especie de éxtasis. Con el declive de la luz del atardecer se prendieron algunas luminarias. El aire traía ahora una mezcla del aroma dulzón y denso de la selva matizado por el intenso olor del sahumerio de copal.
Los hombres sangrantes que estaban al lado del sacerdote habían descendido al terreno de juego y lo tomaron cada uno por un brazo, conduciéndole con respeto a un recinto de la parte superior, iluminado por antorchas. Todos los presentes entonaron a una voz una especie de mantra hipnótico. Ya había caído la noche. Los dos hombres lo arrodillaron y colocaron su cabeza de lado sobre un pilote de piedra. Lo último que alcanzó a ver fue la hoja negra de una espada dentada de piezas de obsidiana descendiendo hacia su cuello. Un grito desgarrador rompió la noche en el juego de pelota.
Víctor volvió en sí sobresaltado y alcanzó a reconocer las desconchadas paredes del vestuario. Pudo entrever el rostro del entrenador observándolo.
-Sastre ¿Qué me pasó?
-Tranquilo, güero, te desmayaste. Mi mejor mula y se me acuesta. –bromeó el entrenador – ¿Recuerdas que te dije que siempre hay que mantener la cabeza fría? Pues traes una buena insolación.
-¿Y el partido?
-¡Uf! De infarto –exclamó – Después de que te sacaran en camilla de la cancha, con sólo diez en el campo, pues ni modo, llevábamos las de perder. Pero Braulio anotó en el último minuto y logró el empate. Nos fuimos a tiempos extras… y luego a penaltis. Una locura: A Marcos le pararon uno, pero igual les pasó a los contrarios. Y cuando le tocó a Joel…. para qué te cuento: todo el estadio en silencio, parecía que se hubiese detenido el mundo…
Víctor creía entender mejor que nadie esa sensación. Campos terminó de contar la historia:
-… Pues como a mí me gusta: Se santiguó, se tomó su tiempo, le sostuvo la vista al portero, tomó carrerilla…. y lo engañó como a un chino, ja, ja, ja. Un golazo de película por donde las arañas tejen su nido.
Víctor intentó levantar el brazo en ademán de triunfo, pero un agudo pinchazo en la cabeza lo devolvió a la camilla.
-Ya, cálmese, mi güero. Estamos en Primera. Así que a ponerse bien, que ahora si va a tener que trabajar.
El entrenador le acomodó la toalla húmeda en la frente y salió del vestuario para recibir a los medios.
Víctor estaba aún algo aturdido, intentando poner en orden sus muchos y acelerados pensamientos. Le dolía la cabeza y tenía la vista borrosa, pero alcanzó a ver algo colgando de la puerta de su casillero:
Una majestuosa pluma de quetzal.