Regreso a la vida después de haber perdido la cuenta de cuantos años y existencias transcurrieron de costa a costa de mi Alzheimer.
Mis hijos ya están viejos y tienen nietos y de repente ya no desean mi herencia ni mi muerte ni sus canas. Algo raro esta pasando, porque ayer era diecisiete de julio y hoy es dieciséis de julio. Rarísimo, porque ayer sucedió algo que hoy iba a pasar, en casi todo detalle y circunstancia. Por ejemplo: le eché agua ya podrida a unas flores y reavivaron como flores recién cortadas. Las pocas cosas que aún quedaban de alpaca oscurecida volvían a parecer de plata.
Por alguna razón que desconozco, he decidido pegar cada día una página a un mazacote que le dicen “almanaque”. Leo cosas que ya sé y no me interesan demasiado. Saco esas hojitas de un cubo de basura y las coloco harmoniosamente en el block, ése que mencionaba antes. Luego saco toda la basura, la como y la guardo en el armario. Los platos que usé aparecen limpios y ordenados en la alacena y me doy cuenta de cuán maravillosa y fácil resulta la existencia.
Yo, que siempre vi a mi madre como una gran mujer, ahora casi la veo como una joven muchacha ilusionada. Somos, más que madre e hija, como hermanas.
Cada día que pasa me siento más joven, más bella y más sana. Mi marido me dice las más cosas bonitas al oído. También me dice cosas que no pueden ser contadas. Mi hijo, que ya casi nunca me llama, me dice mamá con esa voz tan linda y cariñosa. De veras, qué feliz, qué feliz me siento.
El abuelo, al que ya daba por muerto, ha vuelto a visitarnos. Y a reclamarme que el café estaba frío y aguado y no me importó ni hice comentario alguno.
Hoy mi esposo me hizo una caricia como cuando éramos novios. O así la sentí yo y no necesité ya más nada. Lo abracé para volar sobre el mar y las montañas. La sal nos salpicaba la boca y las pestañas. Yo le dije toda la tarde cuánto lo amaba. Nos volvió a dar hambre de nosotros porque ni habíamos dormido, ni habíamos desayunado ni nos habíamos amado como no nos amábamos desde entonces.
Juego a caminar marcha atrás y caerme y marearme y reírme sin cesar y sin motivo aparente como cuando niña que soy, feliz de que un muchacho que amo me haya dado mi primer beso. Ya se lo he contado a todas mis amigas pero mi madre no lo sabe. O al menos, eso creo.