Esperaba cualquier momento de distracción para jugárnosla, y hacía lo imposible para arruinarnos el plato que habíamos preparado con todo esmero. Por eso todos odiábamos a Chupacucharas, el viejo ayudante de cocina. Si el Chef llegaba a encontrar aquél retorcido vello púbico en la crema fría de erizos a la esencia de azafranes eso significaría el fin del mundo para los cuatro pinches que trabajábamos en el hotel. Nos haría limpiar el suelo de la cocina con la lengua mientras Chupacucharas se doblaba de la risa. Fue mía la idea de encerrarlo en el congelador. Nunca pensé que ese carraspeo permanente terminase en neumonía.