—Señor ¿No me da mi calaverita?
—Lo que te voy a dar son dos hostias bien dadas, pinche aprendiz de pedigüeño. Y de la primera te saco la calaca.
—Es que hoy es Halloween.
—Jalogüin mis cojones, chamaco mugroso. Hoy es Día de Muertos. Y en vez de mendigar con esa calabaza de plástico deberías estar limpiando la tumba de tu padre. Llevándole mezcal de gusano y malboros. Al fin que era un borracho el güey ¿no que no? Así entonces, de homenaje. Y ponle también una foto de la Tetanic, porque también era bien putero.
El muchachito de ocho o nueve años me miró con ojos llorosos, envuelto en su disfraz improvisado de raso negro con huesos pintados a mano en blanco y una cubeta naranja, barata, malhecha, importada –por supuesto- de la China. Con forma de calabaza de anuncio gringo, porque me consta que así no son las calabazas de huerta. Claro que ninguno de éstos ha pasado más allá del súper. Son de los que piensan que los pollos nacen desplumados.
Lo siento. Sé que soy implacable con estas tocadas de huevos. Alguien tenía que quitarle la venda de los párpados y las orejeras. A ver si así empezamos a entender lo que significa honrar a nuestros antepasados. Alguien tenía que hacerlo. Su madre –que aún no se define entre maquiladora o puta- andaba gastando lo del pan en caretas y petardos. Y en estos días, México explota en las calles y lo explotan por todos lados.
(Léase este relato, muy despacio, desde lo más alto de la Pirámide de la Luna.)