Teaspoon Patrol. Relato publicado en el Nº 6 de Malos Passos.

Durante años, Pulidín de la Sierra había recibido el reconocimiento al pueblo más limpio de España. Pero una reciente sombra empañaba el orgullo de sus vecinos y ponía en riesgo el prestigio del impoluto ayuntamiento y el mantenimiento de tan preciado galardón: cacas de perro aparecían por doquier.

La alcaldía había emprendido costosas campañas de concienciación ciudadana con eslóganes como “No te hagas el longuis: recoge los excrementos de tu mascota”, “No te hagas la sueca: recoge los desechos de tu perro” o, el más creativo de todos, “Multas de hasta 600 euros por no recoger las heces de tu mejor amigo”. Pero sin éxito. Las calles del pueblo aparecían sistemáticamente sembradas de minas caninas que habían incluso propiciado más de un desagradable patinazo.

La alcaldesa de Pulidín, en insólita unanimidad con todo el consistorio, decidió contratar a una agencia especializada en limpieza de residuos animales que garantizaba un 100% de efectividad en los primeros 30 días o la devolución íntegra de lo cobrado. Sonaba razonable. En sesión plenaria del ayuntamiento se aprobó el presupuesto y se encargó a Teaspoon Patrol, S.L. el inicio inmediato de sus servicios.

La pequeña empresa recibió la noticia con entusiasmo. Hasta entonces solo habían logrado hacer alguna chapucilla mal pagada aquí y allá, pero este contrato representaba su espaldarazo como emprendedores. No es que tuvieran una experiencia que los acreditase como empresarios, pero sí el convencimiento de que ofrecían un servicio de alta efectividad y con gran potencial de mercado.

Marcos había sido guarda jurado de un súper y lo que más le molaba era plancharse el uniforme de la empresa y plantarse como un figurín en la puerta para espantar con su sola presencia a cualquier potencial delincuente. Su socio, Juan Javier, no es que hubiera hecho gran cosa. En realidad no había hecho nada, pero gracias a los videojuegos tenía una mente creativa y visionaria -según sus propias palabras- para los negocios. Lo demostró sacándoles los tres mil euros a sus padres para montar Teaspoon Patrol. En realidad no sospechaba que se los dieron esperanzados con la idea de sacarlo del sofá de una puta vez y poder ver Netflix en vez de partidas inacabables de Fortnite.

La contratación de Boris no siguió los cánones de una selección de personal al uso. Era un albanés de casi dos metros y más de ciento veinte kilos que hablaba el español con dificultad y no parecía tener muchas luces. Por decirlo con elegancia. A Marcos le parecía manifiestamente retrasado, pero dócil. Cobraba una miseria y en negro, lo que le calificaba de manera óptima para el puesto: sumiller. Juan Javier, que controlaba un poco más el tema idiomas gracias a los videojuegos, fue el encargado de explicarle que su trabajo consistiría, básicamente, en llevar al cuello una cucharilla de té colgada de una cadena. Se lo tuvo que explicar varias veces, pero tras varios intentos, la amplia sonrisa del gigante albanés pareció confirmar que lo había comprendido.

Eran las 6 de la mañana de un día primaveral. Carlota, 24, bodybuilder, vegana, tatuada hasta detrás de los párpados, amante del reggaetón y de su mastín Niebla, cumplía con la obligación de sacar a su mascota. El bicho se desahogó de una larga noche de continencia soltando sobre la acera un zurullo acorde con su descomunal tamaño. Carlota miró cuidadosamente a uno y otro lado de la calle y, al no ver a nadie a tan temprana hora, continúo su paseo con Niebla sin inmutarse. Estaba tarareando el último perreo de Big Soto cuando el chirriar de unos neumáticos derrapando la sacaron de su ensoñación. Dos jóvenes y una especie de Shreck vestido enteramente de negro descendieron del vehículo. Marcos, más acostumbrado a tratar con la gente, se dirigió a la chica:

—Buenos días, señorita, disculpe la interrupción. Veo que ha olvidado usted recoger los excrementos de su… ¿perro? —dijo mirando al cándido can con tamaño de poni.

—¿Y tú quién coño eres? —le respondió ella.

—¡Ah, perdón! —dijo Marcos tendiéndole una tarjeta—. Mire, representamos al área de servicios a la comunidad del ayuntamiento de Pulidín de la Sierra. Según la ordenanza seiscientos sesenta y seis barra dos mil veintitrés de 11 de marzo, publicada en el boletín oficial con fecha 15 de marzo de los corrientes, está usted infringiendo la normativa municipal e incurriendo en una falta punible.

—No te entiendo una mierda, aparta ahora mismo de ahí o te echo al perro.

—Ah, mire, señorita, es que es precisamente de eso de lo que estamos hablando. Tiene que recoger la mierda de su perro ahora mismo.

—¡Ah sí! Pues mira tú por dónde, no me sale del coño quitarla ¿Qué pasa?

La descarga del tazer la hizo caer de rodillas. Marcos había recibido entrenamiento sobre el aparato en la empresa de seguratas y Juan Javier sabía por su experiencia con la Playstation cómo regularlo para no dejar totalmente inconsciente a la víctima. Era el turno de Boris. Ceremoniosamente, separó la cucharilla de la cadena plateada que llevaba al cuello y se la tendió a Carlota, que no terminaba de entender.

—Venga, que no tenemos toda la mañana. Cuanto antes te la acabes, mejor para todos —intervino amigable Juan Javier, que adoptaba el rol de policía bueno que había aprendido jugando Grand Theft Auto.

—¿Qué quéee? —dijo aún aturdida Carlota.

—Que te la zampes, chata. Enterita. De aquí no nos vamos hasta que te la acabes. Empieza ya si no quieres que te suelte otro calambrazo.

Entre lágrimas suplicantes, Carlota comenzó su atípico desayuno, intentando contener la náusea y suplicando piedad. No la tuvieron. Cuando iba por la mitad suplicó que al menos le dieran una cuchara sopera, para terminar antes. Se la negaron. Eran celosos cumplidores de su compromiso con la visión, misión y valores de Teaspoon Patrol y se mantuvieron firmes hasta el final. En el suelo no podía quedar ni la más leve mancha. Niebla contemplaba impávido a su dueña. Tomaron unas fotos de verificación con el móvil, rellenaron el correspondiente formulario y abandonaron el lugar.

Iñaki era el orgulloso propietario de tres caniches que paseaba con sus respectivas camisetitas del Athletic de Bilbao. Los animalitos diariamente sembraban la calle de aromáticas perlas negras, pero su altivo dueño se negaba a doblar la espalda para recogerlas. Cuando lo abordaron y le leyeron la ordenanza no se inmutó, pero cuando Juan Javier le aplicó el tazer detrás de la oreja fue él el que casi se caga encima. A pesar del escaso tamaño de las heces, estaban bastante dispersas y le llevó casi el mismo tiempo que a Carlota terminarlas. Boris, que a pesar de su intimidante aspecto era un buenazo, le ofreció un palillo para quitarse algunos restos que le habían quedado entre los dientes.

El día continuó sin mayores incidencias y resolvieron con la misma metodología media docena de casos más, alguno de ellos con escabrosos detalles que no consideramos necesario detallar aquí, como el de doña Pura y su galga.

Más difícil lo tuvo Leocadio. Hacía unos días le había cambiado el pienso a su peludo Chow Chow por uno más barato. Ya se sabe que esos animalitos son particularmente delicados. En realidad es una aberración tener a un perro que debería andar triscando por el gélido norte de China en los calores infernales de Pulidín. Y también es aberrante gastarse cinco mil euros en una mascota y luego andar haciendo economías con el pienso. En fin, la cosa es que Pirulo andaba suelto de vientre y llevaba varias tardes cubriendo la acera de una pátina amarillenta y apestosa. Cuando Marcos le explicó con exquisita corrección las opciones que tenía, Leocadio se aprestó a llevar a Pirulo a casa y regresar armado de cuanta escoba, fregona, detergente y trapos pudo encontrar. Nunca, al decir de sus convecinos, había estado la calle más impecable. Hasta macetitas con flores puso. Juan Javier, con el dedo nervioso en el gatillo del tazer, tenía la sensación de que no estaba cumpliendo al cien por cien con su tarea, pero Marcos y Boris le persuadieron de firmar el parte e ir en busca de nuevos infractores.

En tan solo dos semanas, Pulidín de la Sierra se transformó en un pueblo de resplandecientes calles, educados habitantes, amorosos y entregados dueños de mascotas. Recuperado en tiempo récord su anterior esplendor, la alcaldesa entregó en concurrido acto un reconocimiento a Teaspoon Patrol, SL como empresa ecológica del año. Diploma y cucharilla de plata grabada por el orfebre local. Foto en portada del periódico. Marcos estaba pletórico. Recordó emocionado cómo aquella diminuta cucharilla de té de las que coleccionaba su abuela le inspiró para crear la empresa. Sus dudas, sus temores, sus noches sin sueño… todo adquiría ahora sentido.

En el coche, contemplando el trofeo, le surgió una duda.

—Oye, Juan Javier.

—¿Qué paisa?

—¿Por qué insististe tanto en que nos llamáramos Teaspoon Patrol?

—Joé, porque con lo de Patrulla de la Cucharilla no nos hubiésemos comido un colín. Es puro márquetin: si lo dices en español, nadie te toma en serio. A ver ¿Cómo se dice, parking o aparcamiento? ¿Audición o casting? ¿empresa emergente o start up?

—No pues igual y tienes razón. No está mal para una startup ¿eh?

Los tres rieron y se congratularon. Bueno, Boris se limitó a reír porque vio que ellos dos lo hacían. En ese momento no eran conscientes de que abrían un océano azul empresarial y que su modesta SL sería adquirida en cien millones de euros por un corporativo sueco que implantaría a nivel mundial la exitosa idea.