Il Duce nunca miraba de frente. Su mirada era dura, fría y lateral, como queriendo atisbar algo justo detrás de uno, justo detrás de la oreja, en el escondrijo de la verdad. Cuando bramaba en público, en los mítines multitudinarios de asistencia obligatoria, su vista jamás se dirigía a la masa rígida que tenía frente a sí. No. Bajo ningún pretexto merecían ser mirados. No. Los ojos brillantes del Duce apuntaban directamente al cielo. Cara a cara a Dios. Contemplándose a sí mismo en el reflejo divino. A partir de ahí, las palabras brotaban solas, sin ilación pero con la energía inagotable de la que bebieron otros césares. La masa clamaba, se movía rítmicamente con los himnos; la histeria colectiva, sorda, apátrida, bailaba al son que tocaba el ritmo de la ceguera del tiempo repetido mil veces en la radio. Las bocas se llenaban de palabras, los cuerpos de uniformes, las casas de vacío y las calles de ruido. Todo síncrono, perfecto, sin deje de duda.
En el sol duro de mediodía, un lagarto conservaba la calma en las afueras de Montecatini. Por fin podía estar tranquilo. Hasta los niños estaban en la plaza.
Francesca Valentina había acudido a Piazza dei Martiri a gritar, a sacar toda la energía contenida de los dieciséis años donde estarían Marco, Bassoli, Pietro y Laura. Somos un haz irrompible, eso dice Il Duce ¿Unidos? Siempre ¿Hasta la muerte? preguntaba Pietro ¡Per sempre! gritaban los juveniles pechos de Francesca, los brazos de Marco, la garganta templada de Bassoli, el cabello largo de Laura y los que estaban alrededor, que se unían al grito sin saber qué gritaban. Gritos. Los primeros de muchos.