Pasaban de las once y no tenía idea de cómo iniciar una conversación congelada meses atrás. Me sentía un tanto incómodo, como quien suelta una palabra, así, por probar y sólo espera un reproche. Me molestaba más por merecido, aunque el comentario duro finalmente no viniera, o la respuesta fuera una frase jugando a hacerse agradable. No es la primera vez. Siempre me pasa lo mismo. Los amigos me dejan, cansados de esperar sentados en el camino, esperando el avión, la carta, la invitación a comer, la llamada. Luego me quejo de que nadie me mande una tarjeta por mi cumpleaños. Ya sólo me quiere el Banco: ése sí no falla cada diez de junio en recordarme que siempre estuvo ahí, hasta en mis mejores momentos, esperándome, cuidando mis intereses, mis cosas, de mí. Así que en definitiva sólo me quieren mis objetos, mis valores, mis inversiones. Son leales. No se mueven de ahí, no me critican. No me censuran. Y son buenos para hacer nuevos amigos, porque cada día hay más. Más figuras grandes, más doradas, más preciosas. Sin mal olor de aliento, sin palabras a medio decir, sin gestos de desaire en las mañanas del sábado. ¿Y el silencio? ¿Qué me dicen del silencio? El maravilloso silencio que invita a callar, a no decir, a no equivocarse nunca, a no ser malinterpretado. Entre el silencio y las cosas mi mundo es cada vez más calmo, más cierto, más seguro. Hay escasísimas sorpresas, prudentemente dosificadas, previsibles. Hoy, sin ir más lejos, rasgué sin querer la hoja de un libro. Yo, que soy extremadamente cuidadoso para eso y tantas otras cosas. Si hubiera sido la sirvienta, seguro lo hubiera ocultado esperando que transcurriese un milenio antes de ser descubierta. Claro, ella no tiene luces para suponer que yo repaso metódicamente mi biblioteca y diario acaricio el lomo de cada volumen como si fuera el de un animal de compañía. Pero la felicidad es que despedí a la mucama porque tenía la manía de romper todo e intentar disimularlo, que es algo que me desespera. Me dolió lo de la hoja del libro porque amo a los libros y los cuido como si fueran parientes queridos. Pero pude disculparme esa pequeña imperfección, ya que nunca medió intención de dañar por mi parte. La gente es descuidada; parece que nunca les enseñaron cómo se pasan las hojas de un libro, tomándola por la esquina superior derecha y pasándola entera, con suavidad pero de una vez y sin mojarla con saliva. Eso se me hace verdaderamente repugnante. De ahí mi obsesión por los libros nuevos, nunca tocados por otra mano que la mía, envueltos en plástico retractilado desde la máquina de origen a mi biblioteca. Recuerdo que hace unas semanas compré un tomo del Ares Magna limpio y nuevo, envasado al vacío, sin mácula de etiqueta ni huellas de vendedores. En la paz de mi estudio le quité lentamente el envoltorio y recordé haber hecho lo mismo, años atrás, con una muchacha que olía a viento. Luego se fue poniendo amarillenta como las páginas de los volúmenes antiguos y empezó a decirme todo lo que no debía hacer, todo lo que era malo para mi salud, todo lo que le molestaba, todo lo que en mi vida estaba mal y muchas más cosas de las que habré de arrepentirme y de las que para bien de todos, no me acuerdo.

Tengo aquí su número de teléfono. Debería llamarla. Pero lo más probable es que ya lo haya cambiado.