Hablaba con el mismo oro de sus cabellos, con una cadencia estudiada para frenar la velocidad de sus ideas. Todo en ella era dorado, como en una diosa antigua: la voz, la mirada delgada, los movimientos finos. Sólo alcancé a verla por detrás, en el río de gente que atiborraba la calle, pero supe que era ella resplandeciendo entre la multitud. Más tarde, recostado en el sillón de fumar, la muchacha de luz seguía deslumbrándome si me atrevía a cerrar los ojos para recordarla. Estaría, imaginaba, seduciendo al sol en Sundance.