“Te mato porque la leche no puede compartirse”. Y a sabiendas de que era una razón incomprensible para un ser de cuatro días. A sabiendas del inmenso pecado y no ignorando la humedad en ambos ojos que traicionaba con aquella decisión su instinto de loba, de hembra, de varias veces madre a fin de cuentas, apretaba contra la boca y la nariz del bebé blanco la almohada sucia de los primeros vómitos de leche rechazada, ácida como la leche anterior que alimentara otros lobeznos, pero igual de blanca.
Dios tiene, sin embargo, que entender que el niño de Madame no puede alimentarse si no es conmigo, y que cuatro comemos de este pecho porque a tu padre no lo llevan los patrones a la siega, y yo, Dios lo sabe, apenas me puedo mover recién parida.
Tu sabes, hijita, que has venido en mal momento. Que la tía Inés no quiso quedarse tampoco contigo; ya ves que tiene cuatro y dos aún están pequeñas. Ni el abate, que dice tiene ya lleno el hospicio y hay más lágrimas que sopa. Ni en la casa grande de Madame que no pueda ella mirar ni por su hijo.
Tus hermanitos no saben que has venido ni sabrán nunca que has de irte. Viniste con el granizo y has de irte. Bien sabe Dios que no nos dio con qué. Si hubieras sido hombre, te hubiéramos dejado en la posada y –mal que bien- hubieras ayudado con las bestias y a limpiar los suelos. Pero niña, siendo mujer solo tenías la cocina y luego hacerte puta. Naciste en martes y no te tocarán otras manos que las mías. Bueno, las mías y las de la partera que ayudó a sacarte. Por eso te irás como viniste, con dolor. Aunque esa sea la carga que llevaré en secreto toda mi vida.
Amor, niñita, deja de llorar para que pueda matarte. Déjame devolverte a la otra vida con dulzura. Cállate, hijita. Muérete, por favor. Ea, ea, ea…
—Madame, ya llegó el ama de cría.
—¿Es buena?
—Si, señora. La mejor. Recién parida. -La sirvienta se lleva la mano a la boca para cubrir el susurro- Se le murió su bebé mientras dormía.
—Bien. Todo el mundo sabe que es mejor la leche de un ama sin hijos. Así no tiene que compartirla con nadie.
—¿Señora?
—Dádle dos luises.
Estoy amamantando al niño de Madame y te estoy apretando a ti contra mi alma. Siento el olor caliente de tu cuerpo todavía sin hacerse. El mismo que nació de mí y se fue de mí con un abrazo. El mismo amor que aprieta hasta asfixiarte. Ya no te siento. Seguro que va a cambiar el tiempo. Lo siento en los juanetes y en el alma.