—Pero esto… esto sabe repugnante, oiga.
—Prueba de que funciona. Sólo hay que ser constante en el tratamiento. Ya verá cómo se acostumbra. Y en diez semanas, como nuevo. Primero el deber, después el placer.
—A mí me sabe a meados.
—No se deje llevar por la primera impresión, hay que hacer el paladar. No hay medicina buena ni ninguna que al primer golpe tenga buen sabor. Y no me va a decir que sabe peor que el ricino, ni como el hígado de bacalao de Alaska, de probada efectividad.
—Meados, coño, si lo sabré yo. Meados, meados.
—Debo decirle que nunca he yo probado la sustancia que señala, caballero, pero si usted lo dice, por algo será.
—Mire, amigo, no pretenda jugar con mis palabras. Lo que quiero saber es cuándo veré resultados.
—En esto, como en todo, hay que ser paciente. Paciente y constante. Pero va usted a ver que en unos días se sentirá otra vez como de treinta y cinco. Al mes, como de veinticinco, y al tercer frasco, igual que a los dieciséis.
—Pues a ver si es cierto porque ¿Cuánto dice que cuesta cada frasco?
—Señor, señor mío: esto no cuesta. Vale. Cada frasco vale su peso en oro, pero lo estamos dando en treinta, escúchelo bien. No dije cincuenta, ni setenta ni cuarenta: treinta dólares. Y eso no es todo, el tratamiento completo, los tres frascos de ambrosía del Doctor Warren, más el invaluable obsequio del ungüento amarillo, que de por sí superarían con creces en beneficios y felicidad de su esposa si es casado y de usted si lo va a ser -escúchelo bien porque no lo puedo repetir- serán suyos hoy y sólo hoy por cien dólares. Les prohíbo terminantemente que cuenten esto a sus amigos y vecinos de otros poblados, porque esta oferta es sólo para los hombres de bien de Appleton Creek.
—Uhmmm… ¿Y cómo se usa el ungüento amarillo?
—Amigo ¿Qué digo amigo? ¡Hermano! Este secreto milenario, traído de las pirámides ocultas del Yucatán es el más poderoso concentrado para la felicidad del amor. Una mínima porción untada en el lugar de tu preocupación convertirá de inmediato tus noches en días y sus tardes en amaneceres. Pero ¡Cuidado! No la uses en tus bestias si no quieres ver multiplicada tu granja de la noche a la mañana. No la abras en el establo si no quieres verlo rodeado de lobos hambrientos. No la lleves al granero si no quieres verlo lleno de ratones. Pues no se hizo este néctar sagrado para el animal sino para el hombre.

Nethaniel Balthazar McDaniels arreó a la mula Jenniffer con el eficaz chasquido de lengua que había repetido durante cuarenta y nueve años y miles de kilómetros de praderas y poblados de granjeros, buscadores de oro y tramperos. Llevaba seiscientos sesenta dólares en el bolsillo interior del chaleco. Eran las cuatro de la tarde y debía buscar un lugar lo suficientemente alejado de Appleton Creek para detener la carreta, extender la lona y la bolsa de dormir y preparar el fuego para el café.

Sacó la petaca metálica, forrada de piel marrón con las iniciales H.J. y pegó dos largos tragos de whisky que lo hicieron toser y generar un enorme escupitajo. Lo lanzó acompañado de una maldición en gaélico de la que había olvidado el significado, pero que siempre le reconfortaba.

Sintió un incontenible deseo de orinar. Se acercó a la parte trasera del carromato, abrió una de las cajas polvorientas y sacó un envase de vidrio verde. Lo sopló un par de veces y tras llenarlo cuidadosamente lo tapó con un corcho, le puso un chorro espeso de lacre, le colocó la etiqueta y lo depositó en la otra caja, protegido con estopa. Pensó: “Nos estamos quedando sin ungüento amarillo”. Pero no se dejó abrumar por las circunstancias.

—Un par de días más y estaremos en Pinewoods, Jennifer. Te has ganado tu zanahoria.