Padre solía morirse dos veces al día. Antes del amanecer, con aquella indetenible tos al levantarse, hasta que por fin lograba contenerla y regresar al mundo de los vivos. Un café negro preparaba cuerpo y alma para enfrentar el pozo, la galería y el martillo neumático. Doce horas después salía a la superficie, se quitaba la oscuridad en las duchas colectivas y se iba a la taberna, a morir otro poco. Coqueteaba tanto con la muerte que había logrado esquivarla durante casi veinte años. La mañana de la explosión, al salir de casa, carraspeó y con la mirada me dijo que me quería.