No me salgas ahora con esas cosas ¿eh?  Todos sabemos que el arte sin su buena dosis de seducción se queda en artesanía, en manualidad. Como le llamaban de manera pedante cuando éramos aún niños: pre-tecnología.  Sabías con quién te metes y en donde te metías. Es más, no me digas que no habías fantaseado antes con esto. Sabe dios qué cosas incontables habrán pasado por ese sistema nervioso central tuyo, tan sensible a la imaginación y a los sentidos.

Hay algo no escrito en el espacio reducido del cuarto oscuro que dice claramente que una vez dentro, no tienes escapatoria. Una trampa de luz. Una trampa, en resumidas cuentas. Ni tan reducido como el baño de un 747 ni tan amplio como un pequeño cuarto de hotel. Allá tú si aceptas meterte en la cueva pretecnológica del lobo, donde no ves sus ojos, pero los sospechas observándote desde todas direcciones. Es parte de la magia de los que pintamos con luz: pasar de cero a cien como un auto deportivo, solo que en algunos minutos. De la negrura más densa y absoluta al milagro del alumbramiento y de la formación de la imagen. Cada foto es así un hijo nacido con dolor de parto. Unos menos feos que otros, más sonrientes, pero todos paridos con amorosa paciencia. Es así de fácil: si no eres capaz de amar y de sufrir con estoicismo ese dolor jamás crearás una fotografía.

En la jerarquía creada por Dios de arcángeles y demonios, de súcubos y querubines, de semidioses y mortales, queda claro que no todos somos iguales: hay seres de luz y seres de tiniebla y entremedias, estamos los desentrañadores. Somos los tocados por el don divino de rozar lo prohibido, la luz robada por Prometeo, para traerla de regreso al reino de las oscuridades. Para ello hemos de saber navegar entre las aguas de Caronte y los ríos de leche y miel.

Lo más hermoso del cuarto oscuro no es la oscuridad, la ceguera impuesta para ser capaces de apreciar la luz, cualquier atisbo lumínico por mínimo que sea. No, encanto: lo verdaderamente bello de este oficio es ser capaz de perder la medida del tiempo. Horas que transcurren como minutos y segundos que se alargan como tardes.

¿Habrá algo más erótico que perder la noción del tiempo contigo?

Huelo a café recién molido.

No hay nada metafórico. Antes de entrar al estudio aproveché la ida al Centro para comprar ese kilo de Maragogipe con veinte por ciento de torrefacto dulce, tostado al momento, molido fino, mezcla especial de la casa que aromatiza todo lo que toca, aleja a los malos espíritus y borra cualquier mal presagio. Me excitas. Si huelo a cafetal y a molienda, a tarde lluviosa y a fuego de leña, a hombre que fue a por café, cargó el café y trajo el café…  lo siento. Tendré que asumir las consecuencias.

Yo no pedí entrar contigo. Eres zurda y la cosa se complica un poco. Disponemos cuidadosamente al revés los portaplacas, la película, la caja. Hacemos un ensayo con luz y una placa velada. Bien hecho.  Llega el momento de la verdad. Te aviso de que voy a apagar la luz. Estás nerviosa. La apago. Te pido que dejes pasar un par de minutos para que tus ojos –y tú, sobre todo tú- se acostumbren a la oscuridad densa. ¿Lista? Sí. Tomo tu mano izquierda y la llevo a la caja. Coges con cuidado la película, altamente sensible. Tómala por los lados, con decisión pero con suavidad. La introduces en el ángulo preciso en el portaplacas. Cierras. Me la pasas para comprobarla. Todo bien. Siguiente. Así las cuatro o cinco primeras veces. Me sientes. Llevo tus manos en completa oscuridad a las cosas que parecen cambiar de dimensión en esta ceguera absoluta. Lo haces muy bien para ser la primera vez. Se te da.

¡Vaya! Tranquila. No entró como debía. Sucede muchas veces. Has perdido la cuenta, lo imaginaba. Yo no, pero debo dejarte. Me pasas el cajetín, compruebo la película. Mal. Ven, dame la mano nuevamente. Toca aquí ¿notas la ranura? ¿No? A ver, insiste un poco, con mucha suavidad, que no se roce, que no se marquen los dedos ¿Ya? Ahora, vuelve a sacarla. ¿Por qué tenemos que estar tan condenadamente juntos? Con las uñas ¿ves? Vamos de nuevo. Tu cuello está sudando. Hueles muy bien y yo a café. Hay tanto silencio que te oigo respirar. Muy rápido. Ahora tengo mis brazos alrededor tuyo guiando tus manos. Las abro, las presiono suavemente. Sientes mi aliento pausado pero profundo. Me dices que sí a todo y algo me dice que has perdido la habilidad en los dedos. Ya no huele a café y se escuchan los latidos sin identidad precisa. Conseguimos meterla y cerrar el portaplacas. Lo recorro con los dedos como en Braille y te digo “Bien ¿ya ves?”. Todavía estoy detrás de ti sujetando tus manos. Dejamos la placa en el lugar preciso que no podemos ver pero sabemos dónde está exactamente.

Uno de los dos va a tener que hacer algo para salir de aquí. Te vuelves y me besas. Me besas como sólo se besa a oscuras. Larga y profundamente. Primero regular. Ni me sorprende ni me gusta. Yo te sigo como en un baile. Ahora mejor. Mucho mejor. Tiemblas y te sujeto con firmeza. Puede que afuera haga un poco de frío o tal vez empezó a llover, pero no lo sentimos. Sentimos lo innegable de mi erección y la dureza de tus pechos; tal vez nos de a los dos un poquito de vergüenza. Ahora, después de tres intentos, nos besamos bien. Nos besamos a oscuras y flotamos o caemos. Nunca sabremos lo que duró ese beso.

Nos esperan afuera y no quiero escuchar burlas ni aplausos. No dudo que hayamos pasado aquí más tiempo del razonable. Tú primero.