Ordenaron colocarle una venda en los ojos. Ella pidió una más para la boca. Y otra para los oídos.  No ver, no oír, no hablar. Con un hilo de voz rogó que la pusieran en pie. Veinte días de aislamiento y tortura la habían vaciado. Los tres monos que fueron su única compañía la observaban ahora fijamente. No había dado un solo nombre. Sintió el impacto liberador de las balas, sabiendo que nunca podrían silenciarle el alma.