Final alternativo a Hugenau o el realismo
(Con perdón de Hermann Broch)
Dudó varios pares de veces antes de un segundo balbuceo. No había tiempo para mayores pensamientos, sabedor de la brevedad de aquel instante de lucidez en medio del extravío blanco, permanente. Tenía ahora conciencia plena de que debía elegir con extremo cuidado aquel tan especial primer sonido nuevo, y de que éste debería sonar distinto en la voz inaudita y primigenia de un recién nacido.
Supo que había encontrado la palabra perfecta al percatarse de que nunca había pronunciado el nombre de su primera amante, negándole el más elemental derecho a la existencia. El suceso precipitado e insípido y la muchacha incolora en el lecho improvisado de arbustos impúberes sólo tenían justificación por un placer mucho mayor: no habrían sido reales sin la lascivia de la venganza y la eyaculación prematura de la burla.
Tampoco sin la culpa.
La culpa -protagonista de aquella y otras muchas cosas- le dio corporeidad a los recuerdos. Amarrando circunstancias, eligió para él un oficio apropiado y convirtió al muchacho frágil y ruidoso en cargador de argamasa, de ladrillo y de silencios. La culpa había esculpido en el imberbe albañil Ludwig Gödicke un extraño sentido de edificación babélica del deber. El mismo cincel de pecado no muy original, lo llevó años después a alistarse sin dudarlo en el Heróico Cuerpo de Ingenieros, primera línea de voluntarios para carne de ametralladora y hospital de campaña, saco terrero, hambre y alambrada retorcidas, corpore insepulto de trinchera agusanada, materia elemental de la primera y más torpe creación del hombre.
Volver a la tierra después de haber conocido las alturas podría parecer un soberbio gesto de humildad pero era, en esencia, una renuncia. Gödicke tenía un instante de clarividencia que le impelía a descender hasta los cimientos de su edificio imaginario, para así conocer la profundidad más oscura y auténtica de sí mismo. Comenzó a cavar en la greda rojiza hasta sumergirse en un túnel vertical en el que ya no podía ahondar más maniobrando con la pala. Continuó como pudo, excavando con sus propias manos hasta astillarse las uñas, luego con los dedos descamados. Pero aún no se había hundido lo suficiente. Entonces comenzó a engullir la tierra, avanzando centímetro a centímetro hacia el fondo a medida que la hacía transcurrir a bocanadas por su tubo digestivo, dejando tras de sí una oquedad de arcilla ensangrentada.
Comprobó con grata sorpresa que el dolor histórico del bajo vientre había cesado por completo. Pero antes que desaparecer -muy por el contrario- el intestino grueso había devorado con gula el resto de sus órganos blandos, sus extremidades, su rostro calloso y agrietado, su barba encanecida, la totalidad de su ser marchito.
Gödicke era una sucesión de anillos ciegos que avanzaban peristálticamente al ritmo de un latido lento como la exhalación de la calada profunda de un habano. Lejos del blanco del hospital, del blanco de las batas impecables de los médicos, del blanco amarillento de la cofia tiesa de almidón y los pezones tiesos de la tanática enfermera Carla, del blanco mortecino de las sábanas revueltas. Era un intestino largo y brillante sin rumbo, solamente abajo, abajo, más abajo aún, donde la tierra parecía más húmeda y suelta. Un cordón umbilical sin término imperfecto en feto humano, que se acababa y compungía en dos extremos casi idénticos. Entrada y salida en lo opaco. Principio y final en la total ceguera negra.
Sentía la fragilidad deliciosa de saberse invulnerable en su territorio subterráneo. Entendió por fin que un anélido insomne podía ser feliz inmensamente bajo las pisadas, las catedrales, las ruedas y los rascacielos. Lejos del humo y la estridencia y la prisa era libre en un avance milimétrico y sin pausa. Sólo sentía envidia de otros seres más pequeños, los mínimos, unicelulares, inmóviles, intrascendentes. Pero era una envidia diminuta y por tanto perdonable. Sin posibilidad de llamar la atención de un despistado creador que derriba grandes torres o arrasa largas playas. Pudo de este modo actuar en contra de la naturaleza compulsiva y retornar al primitivismo más absoluto y rupestre: Aproximarse desnudo a la nada al punto extremo de tocarla y alejarse con respeto para no extinguirse.
El aprendiz de albañil Ludwig Gödicke había progresado por el camino difícil por interminable de peón a aparejador, de iniciante a Gran Maestre de una absurda masonería cuajada de niveles, rituales y compases. De tameme de adobe de barro y paja pisada a Thot, dios arquitecto del universo. Un ser con el poder absoluto de derribarse sin escombro, de ocultar su pirámide a ojos extraños bajo montañas de selva. Maestro de obras atlánticas, titánicas, ciclópeas. Desaparecidas.
El sabor a fango era idéntico al de trinchera. Lo degustó con paladar de reencuentro con lo conocido en una evocación gourmant, con delectación de sommelier.
Transcurrió bajo el lodo delicioso del río hasta llegar, después de muchos días, a la otra orilla, la orilla de su adolescencia. Encontró las raíces de los arbustos en que había tenido sexo por primera vez y comprobó que sabían a lo mismo, a hierba recién llovida, a movimiento repetido, como a racha de viento.
Recordó su misión última y quiso pronunciar el nombre de ella entonces, pero no tenía lengua ni labios, paladar ni dientes. Su boca estaba llena de tierra con sabor a pólvora amarga mojada de rocío.
Greta -la novia que el carpintero Gürzner abandonó al saber preñada con la excusa de que tenía que entregar unas sillas nuevas en una casa de judíos ricos para no regresar jamás- puso un gesto de asco al pisar la enorme lombriz ahogada por la lluvia. Se sacó la teta por arriba del vestido sucio y metió el pezón agrietado en la boca ansiosa del pequeño Ludwig.
No sabría Greta explicarse la mezcla de dolor y de placer intenso que la hizo estremecerse. Pero sonrió al recitarle a sus silencios el nombre de su hijo.