Ansel recibe la visita de una vecina que no le cae muy bien. Vamos, para acabar pronto, que no le cae nada bien. Ella es una mujer sola en busca de un hombre que la acompañe más que la mantenga, pero en realidad sus atenciones no tienen la intención de seducir, sino de complacer a cambio de un gesto, una sonrisa, una buena palabra, una limosna de cariño. Echarse un cigarro juntos ya es mucho. Quiere conversar, de lo que sea. No se da el lujo de pensar que pudiera echarse nada más que un cigarrillo o hablar de trivialidades, con tal de hablar. Una vez sí se lo imaginó. Hizo cosas imaginándose con Ansel. Pero eso es secreto. Le ha traído unas fresas, dice.
A Anselmo nunca le han gustado las fresas, ni las gilipolleces, ni mucho menos las atenciones de las vecinas sin invitación, pero acepta el obsequio con un gesto amable. Es educado, pero le jode que le toquen la puerta un sábado por la tarde. Está intentando dejar de fumar. Para Lety, Leticia Rey, es más de lo que podía esperar mientras dudaba entre si le llevaba las fresas o no. El paquete pasa un largo tiempo en el congelador. Tanto, que Anselmo se acostumbra a verlo en el mismo lugar al punto de que olvida qué es, quién se lo dio, el cuándo y el por qué. Simplemente permanece ahí por meses, ocupando un lugar preferente en la puerta del congelador. Un bote envuelto en un papel de periódico y a su vez metido en una bolsa de plástico transparente, anudada por arriba.
A Anselmo nunca le ha gustado su nombre. Se le hace ordinario, campesino, anticuado. Se lo pusieron por su bisabuelo. Si alguien llegara a saber que se llama Anselmo Héctor Jaime, buscaría la muerte por su propia mano. A Dios gracias, una vez tuvo una novia finlandesa. Fueron a una exposición de fotografía y ahí conoció a Ansel Adams. No en vida ¿verdad? pero fue suficiente. Bonitas fotos. Desde entonces se hace llamar Ansel. Sabe que nunca podrá ser un maestro de la luz, ni apretar el botón de una cámara, pero el apócope le conforta. Es una manera de salir de la vulgaridad. Ansel.
Inger fue una manera de salir de cualquier cosa conocida. Las finlandesas son fuego en la cama. Quién diría. Muy guarras. Será por el frío. Pero tanto follar por follar llega a cansar a cualquiera. Cuando has hecho de todo buscas algo más.
Un buen día… Corrijo: un mal día, con un terrible aguacero, para terminar de joder se va la electricidad. Anselmo se ocupa de lo más obvio: colocar unas velas aquí y allá, desconectar la tele y el ordenador para que no los reviente la vuelta de la energía, porque eso fijo no lo cubre el seguro… pero olvida el refrigerador. A la mañana siguiente, aún sin luz eléctrica, un charco verdoso anuncia el olvido. Todo lo que había dentro está echado a perder: el jamón de york inflado, la fruta podrida, los yogures agrios y los restos de la cena en el tupperware, apestosos. Cuando abre el congelador, los cubitos de hielo son diminutos icebergs flotando en su charquito individual de la cubitera. Un paquete de pechugas de pollo que nunca le apetecieron está de color naranja y con un reguero de sangre. El elegante helado holandés de vainilla con almendra amarga es una sopa amarilla con burbujas, irreconocible. Un asco.
El paquete envuelto en papel de periódico con el bote de fresas está humedecido en la puerta del congelador. Parece el menos afectado por el desastre. Anselmo lo saca y lo coloca sobre la barra de la cocina. Tira a la basura los cadáveres de todo lo que encuentra en la morgue en que se ha convertido su nevera. Sin luz, se ve todavía más tétrica. Intenta ignorar los olores y casi lo consigue, pues todo huele a lo mismo: a nevera. Ese olor pegajoso que resume, iguala e impregna todos los olores de lo muerto.
Abre una cerveza al tiempo, casi tibia, y le da un trago. Ya sabía que no le iba a gustar. No sabe por qué lo hace. Sí, sí sabe por qué lo hace. Lo hace para maldecir la mala suerte de que se ha ido la luz y no hay tele, ni música, ni Internet, ni cerveza fría. Afuera, no para de llover. A lo mejor el teléfono funciona, pero no quiere hablar con nadie. Quiere disfrutar la mala suerte de que es sábado y no hay servicio ni nadie que venga a arreglar esto. Que mañana es domingo y, pues menos aún ¿no? Y que el lunes será la putada de todos los lunes, saliendo del trabajo a las diez, con suerte, y quién va a ocuparse de que en casa no hay luz y de que no pude hablar con Elena en el Messenger y seguro va a encabronar, que es su especialidad. Pero en realidad el móvil sí funcionaba aunque prefiero decirle que lo estaba cargando cuando se fue la luz y no pude hablar con ella. Paso en picada. Soy un antiguo, pero paso de ti, belleza.
Las fresas eran un bloque de hielo compacto cuando las saqué del congelador. Ha sido un día de mierda, para variar. No sé por qué en la oficina hay luz, y red y de todo…y en casa… ¿Habrá ido hoy Doña Luz a la casa? ¿O habrá hecho San Lunes? Ahora que me doy cuenta, se llama, Luz. Tiene que ser una sincronicidad. Ya no se dice casualidad. Se les llama «causalidades» o «sincronicidades». Es curioso que el destino nunca se causaliza, ni se fengshuiza para que me saque la Primi o se sincroniza para tirarme a la amiga de Elena. Es que, Elena, eres buena chica; me gustas; un poco coñazo a veces. Pero Clau… Claudita, maldita seas, qué ganas te tengo. No es guapa, pero se le marcan los pezones bajo la blusa. Con areolas muy grandes. Como fresones. Me pones, Clau. Te imagino a oscuras donde no te veo y puedo tocarte a mis anchas. ¿Quieres?. Te como, Clau.
Volvamos a las fresas ¿Ya dije que no me gustan las fresas? Pues llego a casa y sigo sin luz. Maldigo en inglés, que es más cool. Es que tuve una reunión con los gringos y me aguante 45 minutos las ganas de mentarles la madre. Llego a casa y me suelto. Fuck you twice bad motherf… Enciendo las velas y ahí está el bote que dejé sobre la mesita de la cocina. Ya hizo su charquito alrededor y el papel de periódico está empapado. Abro la bolsa de plástico . Retiro el papel y lo dejo a un lado. Hago un inciso para ir a al baño con una velita. Mear y sujetar la vela es todo un arte. No me vaya a caer la cera caliente precisamente ahí. Ya, lo que me quedaba.
Saco una fresa gorda y reluciente del bote. Nos miramos el uno al otro. Ella tiesa e insultante. Yo, que odio las fresas, dominando la situación. Aprisiono el borde frío con los labios mientras ojeo el periódico mojado. No entiendo nada. Es un diario chileno. La noticia habla de una farmacéutica que recibió por error una nevera portátil con órganos para un trasplante. Me entra una risa tonta. Hablo solo, como cuando estoy solo.
Soy un degenerado: no me gustan las fresas. No las muerdo. Sólo las chupo. Siento a la vez la suavidad roja y unos leves granitos. Están heladas. Se me duerme la lengua. Esta soledad sin ruido. Clau. Miro la vela. Me estoy calentando.