A qué negarlo: creo que la miré directa y descaradamente al escote. Luego, mucho más tiempo después de lo cortés, a los ojos. O estaba acostumbrada, o se dio cuenta y se sintió halagada. Llevaba yo ya casi dos semanas solo y sin perro que me ladrara. Mi esposa y las niñas en la playa, esperando que llegara el mes de agosto para pasar con ellas unos días y luego regresar de nuevo a la oficina.
Todos los veranos lo mismo: un calor de mil demonios y la ciudad vacía. Pero yo tengo que quedarme, para eso soy el nuevo y flamante Gerente Divisional. No me puedo tomar ahora las vacaciones que me deben y decepcionar al Consejo, que ha puesto en mí todas sus expectativas. Claro que ellos sí se han ido fuera. Organigrama manda. Cuando sea Socio Ejecutivo, me iré yo con Tere y las niñas a Bali y dejaré a algún pringao recién ascendido, “con toda una carrera por delante”, encargado de todo. Y cuando vuelva, con un excelente tono de piel, le enseñaré las fotos del viaje, para que también quiera ascender a socio y el mundo siga girando. Así funciona esto.
En la oficina, Karen filtra el café, las llamadas y los chismes. Es normalita, pero tiene su aquél. Las tetas chiquitas, apenas dos puntitos bajo la blusa, pero firme de nalgas. Alguna vez imaginé llevármela a casa después del trabajo, con cualquier excusa increíble. A lo mejor me decía que sí sin demasiada insistencia. Pero no, claro. Sería un escándalo. Podría costarme el puesto y un divorcio. Paso las noches en el onanismo aburrido de imaginar a mi joven secretaria encima, o debajo, o de rodillas. Ni siquiera me gusta. Al menos en la oficina hay aire acondicionado. En casa hace un calor insoportable. Veo la tele un rato, cambio al canal de adultos ahora que no están las niñas, acabo viendo un documental sobre insectos. Ceno cualquier cosa intentando que no se apilen demasiados cacharros en el fregadero. Ya los lavaré. Se me está acabando la ropa planchada que me dejó Tere antes de irse. “Un Gerente Divisional tiene que ir de punta en blanco”, me insistía, mientras me ajustaba la corbata y me daba un beso. Del viernes no pasa que lleve todo eso a la lavandería.
Salí pronto del trabajo con la ficción de alargar unas horas el fin de semana. Llegando al departamento me quité la corbata y la chaqueta y las lancé sobre el sofá. Si me ve Tere… me mata. Ella, tan ordenada. Metí todo junto en una amplia bolsa de deportes y caminé las dos cuadras y luego media más a la derecha que separaban mi portal de la dirección que me había dejado en la tarjeta. Era un localito de fachada estrecha y blanca, pero que se alargaba en una fila monótona de lavadoras hasta perderse en un cuarto más amplio al fondo. Sonó una campanilla al abrir la puerta. No había nadie. Claro, a las cuatro de la tarde quién va a andar por la calle con este sol de justicia. Las máquinas hacían un run-run monótono y constante mientras los montones de ropa ajena rodaban hasta alcanzar la vertical y caían sobre sí mismos revolviéndose una vez con otra sin esperar detenerse. En esas circunstancias era fácil caer en el hipnotismo giratorio de todo lo que en el pequeño lugar daba vueltas sin cesar.
Entonces apareció de la trastienda. Era una señora. Una hermosa señora de dientes blancos y hermosos pechos que se arrullaban en el sujetador como las prendas en las máquinas. Así debí imaginarlo.
—Enseguida lo atiendo, póngame ahí sus cosas.
Me sentí incómodo al sacar mi ropa interior y las camisas sudadas sobre el mostrador, mostrando mi impudicia, mi aspecto maloliente, lo feo de mí, mi suciedad. Eso me hizo sentir desnudo e indefenso. Ahora sí, salió arreglándose la larga melena negra, arrojándola hacia atrás con un movimiento de cabeza.
—¿Hay algo que destiña?— preguntó con su resplandeciente sonrisa.
—¿Cómo dice?— respondí totalmente ignorante a los misterios del arte del lavado.
—Que si trae ropa de color, porque le va a manchar los blancos.
—¡Ah! No sé, la verdad…- confesé distraído mientras contemplaba a cámara lenta cada uno de sus movimientos.
—Bueno, póngamelo todo en ese cesto —dijo.
Mientras se inclinaba a preparar mi nota pude detenerme más en todo el resto de su cuerpo: caderas grandes y compactas. Cintura esbelta y sin faja para sus cuarenta y muchos. Los senos voluminosos amenazando saltar del escote. Las piernas duras de estar de pie todo el santo día. Los brazos firmes de cargar la pesada ropa. Los movimientos, repetidos una y mil veces día a día en el estrecho espacio del local tenían, no obstante, una gracia similar a un paso de baile ensayado hasta la maestría.
—Aquí tiene. Son cincuenta y siete pesos -Rompió el hechizo por un segundo– Puede pasar después de las ocho, pero no se tarde, cerramos a las ocho y media en punto- Me tendió la nota con la misma adorable sonrisa.
Maquiné. Pasé toda la tarde urdiendo un plan para encerrarme con ella en la lavandería. Pensé en pasar justo a la hora del cierre. Bajar la reja con estruendo, estrepitosamente, como una declaración, un manifiesto de que a partir de ése momento ahí no entra ya más nadie. Bajarle el sujetador con igual energía y propósito, pero en silencio. Dejar al aire y movimiento sus redondos y grandes y morenos pechos mientras la beso con los ojos abiertos. Lamerle el cuello sin darle tiempo a reaccionar, a decir palabra alguna que no sea un leve quejido. Hundir mi rostro en la hendidura del busto. Frotar sus pezones grandes y oscuros con la palma de mano llevándola a una locura momentánea y progresiva. Usar mis malas artes aprendidas en la adolescencia y perfeccionadas por los siglos de los siglos para embravecer con mi lengua a una hembra incandescente y ponerla a hervir al blanco vivo.
Imaginé derribarla como en un ardid de tango sobre el montón de ropa sucia y arrancarle la suya entre caricias forzadas y labios mordidos con besos reales, sinceros, desbocados. Oler su olor de hembra en celo mezclado con el olor de todos impregnado en la ropa en que nos sumergíamos, como si las mangas de las camisas tuvieran brazos que nos tocaban, revolcándonos en sábanas donde hicieron el amor otros amantes, prendas íntimas de mujer, encajes delicados, telas burdas, vestidos buenos, prendas de oferta y paños caros impregnados del sudor del trabajo, del llanto del abandono, del efluvio del sexo. Corbatas ejecutivas, calcetines escolares, pret a porter fuera de temporada y montones, montones de otras cosas suaves o mullidas con esencias de hombre y de mujer sobre las que destilábamos nuestro propio perfume acalorado y transpirado de piel.
Sudamos al calor y al ritmo y al sonido revolvente de las máquinas. Inmersos en aquel olor a limpio tan poco creíble del jabón en seco o lo que quiera que sea eso a lo que huele a lavanda la lavandería. La sujeté del pelo largo y suelto mientras la poseía con furia, con deseo, vengando mi masculinidad revivida una y otra vez en su cuerpo sudoroso y tenso, sin paciencia, con la premura y el placer indescriptible de lo socialmente indebido, moralmente inadecuado, sexualmente perfecto.
La sentí moverse debajo de mí, anudándome con sus piernas agradecidas por el coito inesperado y rudo. Sin permiso ni presentaciones. Mojando y manchando más el rededor. La tuve encima rugiendo como fiera en cautiverio clavándose contra mí. Sudando a chorro y resbalando piel a piel contra la mía. Nos revolvíamos en un cuerpo a cuerpo sin respiro, sin pausa. Oyendo los latidos acelerados hasta la locura sobre los músculos tensos, brillantes, lascivos.
Sus pechos danzando en libertad total frente a mi boca. Mordidos levemente al borde del dolor intenso y masoquista. Gritábamos barbaridades irrepetibles acalladas por el fragor de la ropa en lucha consigo misma girando en las grandes lavadoras.
Al rato, más tiempo del que razonablemente quiero presumir, cayó como ropa lavada y suavizada sobre mí. Nos quedamos así varios minutos. Jadeantes, vaciados, sucios, saciados.
Entonces se levantó y por primera vez la vi desnuda, enteramente desnuda, desprovista, descatada, luciendo cada curva firme y madurada al vapor, cada vello, cada relieve, cada defecto hermoso e irrepetible que la hacía única y gloriosa.
—Ven, amor— Me dijo sin palabras
Y caminando unos metros más allá, donde había un poco más de luz, se tiró y se abrió como una orquídea en la mañana sobre el montón de la ropa limpia, recién lavada.