A la memoria de los hombres que entregan su honor.

A sus incontables víctimas.

 

 

Conciencia. Esa voz persistente, sinuosa, que te encoge el estómago de día y te carcome por las noches. Culpa. Esa sensación íntima, propia, irreproducible en otros seres, que se esconde más abajo de la piel que la vergüenza y que florece como la mala hierba;  aunque creamos ignorarla y arrancarla de raíz todas las veces. Pero regresa. Siempre regresa.

El capitán Sigsbee sintió un estremecimiento al ver sudar la dinamita, se quitó por un momento las redondas gafas y sin poder evitar un gesto aprendido de toda la vida les echó el vaho para limpiarlas. Un gesto inútil, como muchos de los que seguirían: lo que empañaba las lentes de Sigsbee era el denso vapor de la sentina del USS Maine, saturada de explosivos. Intentó ocultar  el temor, más que fundado,  de que la misteriosa carga pudiera no llegar a destino, o no lo hiciera a tiempo.

Todos los marineros con los que se cruzó se habían cuadrado marcialmente al verlo, pero John T. Adams pareció ignorarlo, alumbrado por el resplandor del fuego que alimentaba  las entrañas del barco.

—Adams, asegúrese de que estos paquetes estén siempre alejados de la carbonera.

—Alguien los puso aquí, Capitán, y ni siquiera nos preguntaron. ¿Se puede saber qué diantres es eso?

—Ocúpese de sus asuntos y haga lo que le digo –respondió secamente Sigsbee- Ah, y una cosa más, avise inmediatamente al oficial de guardia si observa que se siguen humedeciendo.

—Sí, claro, cómo no –contestó con desdén el ennegrecido marinero.

—Disculpe, no le escuché bien, John Adams –espetó el oficial.

—A la orden mi capitán. Pondré a Andersen y a Ziegler, los dos nuevos, a vigilar su carga. Al fin que aquí lo que se necesita son brazos fuertes y no niñatos.

Pocas veces dejaba el capitán el puente, y muchas menos descendía a los infiernos de sus enormes calderas. Salió a cubierta, y a pesar de la tibia calima del Caribe, el aire se le hizo fresco y renovado. Secó con el pañuelo  la humedad de la frente y del grueso mostacho, encerado meticulosamente cada mañana. Se quitó nuevamente los anteojos, los limpió durante un tiempo exagerado y alejándolos con la mano miró a través de uno de los cristales: apenas un punto difuso en el horizonte, se insinuaba la Isla de Cuba.

Se permitió una leve sonrisa de vanidad: unas horas antes habían navegado justo por encima de la Fosa de Sigsbee, la parte más profunda del Golfo de México, bautizada con su nombre cuando era sólo un oceanógrafo ajeno a los rumbos del destino. “Dios mío –pensó-  nunca creí que pudiera llegar más bajo”.  El 25 de enero de 1898, el Maine cruzaba frente a la fortaleza de El Morro y entraba en el puerto de La Habana como muestra de amistad americana hacia un pueblo ansioso de independencia. Las dos grandes chimeneas del navío exhalaron contra el azul del cielo sendas nubes negras y el eco de la sirena resonó en cada calle y cada rincón de la elegante ciudad. No hubo niño ni grande que no saliera a recibirlo.

Accidente. ¿Qué es la vida sino un accidente continuo? ¿O una sucesión de ellos? ¿No es la Historia el gran accidente provocado por los accidentes individuales de cada hombre, de cada mujer, de cada suceso impredecible? El agobiante calor le hacía hervir en pensamientos obsesivos. Recordó sus años de juventud a bordo del Monongahela, el Wyoming,  el Shenandoah. Entonces combatía contra el Sur por una buena causa y, en verdad, no le temía a nada. Mar, pólvora, libertad, honor. Pero esto era muy diferente. En la estrecha cabina las paredes de madera parecían a punto de incendiarse. Se desabrochó el botón del cuello almidonado y lo aflojó recorriéndolo con el dedo. Sintió que, inconscientemente, había hecho la señal de degüello. Tuvo un desagradable presentimiento. Golpeó con el puño la pequeña mesita del camarote al tiempo que otra palabra aparecía de nuevo en su cabeza: dinamita.

Se abotonó de nuevo el uniforme y salió como una centella. En el camino se encontró con el teniente Jenkins, que apenas tuvo tiempo de cuadrarse y saludar al cruzárselo.

—Acompáñeme.

—A sus órdenes mi capitán.

—Y despierte al ingeniero Howell ¡Enseguida!

—Sí, mi capitán.

Jenkins se adelantó a la carrera por el estrecho pasillo y golpeó repetidamente en la puerta del oficial ingeniero:

—Teniente Howell; Friend, despierte, el Capitán requiere su presencia ¡ahora!

La portezuela se abrió con un gruñido y un ser ojeroso y despeinado surgió del otro lado.

—Caramba, ya voy, ya voy. Ni que estuviésemos en guerra.

Los tres oficiales descendieron casi a trompicones por las escalerillas hasta la sala de máquinas, tropezando con las hamacas de los marineros y escuchando algunas maldiciones. El maquinista de segunda clase Frederick Butler estaba frente a la gruesa compuerta  de acero que los separaba del compartimiento de la carbonera. Jenkins ordenó con premura:

—Abra esa escotilla ¡rápido!

Sintió la bofetada de calor que emanaba la caldera que aún permanecía encendida. Pese a estar en puerto, no podía apagarse nunca y los hombres trabajaban en turno, día y noche, para que el fuego se mantuviese vivo. Los dos muchachos designados por Adams estaban dormidos  sobre el carbón y se sobresaltaron con la abrupta llegada de sus máximos superiores. Se pusieron firmes como resortes cuando reconocieron al Teniente, que los iluminaba con el quinqué. Los ojos de Adams emergieron como lo único visible entre las sombras.

—Buenas noches, Alteza ¿A que debemos el honor de su visita?

—Cállese y no sea impertinente, Adams, si no quiere que lo arreste de por vida.

—¿Sí, Teniente? ¿Y cree que me pueda meter en un lugar peor que éste? – El hombre rió estrepitosamente- Pero pasen, pasen, no se queden ahí, por favor, pónganse cómodos.

Sigsbee prefirió ignorar al carbonero y se dirigió a Howell. Señaló los paquetes de dinamita:

—Dígame, Teniente ¿qué opina?

Los cartuchos estaban envueltos en papel de estraza que en muchas partes mostraba unas manchas oscuras. Parecía empapado de una sustancia oleaginosa  y con olor a almendra amarga. El ingeniero pasó un dedo por uno de los paquetes, lo frotó contra el pulgar y lo aspiró como el catador que degusta una copa de vino añejo.

—Nitroglicerina

—¿Y qué significa eso en cristiano, Howell, maldita sea?

—Es normal. Exuda por el calor. No hay mayor peligro.

—¿Qué quiere decir con eso? –reclamó el capitán- ¿No puede explotar?

—No por la caldera, realmente. Sólo por un movimiento muy brusco, o si otra explosión menor la hiciera detonar. Se necesita un multiplicador, una energía más rápida y más fuerte.

—¿Y si le alcanza el fuego? –Intervino asustado Jenkins.

—Haría muchísimo humo, pero la dinamita no puede explotar sola, se lo aseguro.

Charles Dwight Sigsbee sabía que  la inactividad carcome la moral del hombre de mar. Llevaban tres semanas anclados, y salvo ser recibidos por el cónsul y presentar honores al General Blanco y su estirada esposa, no había mayor cosa que hacer, así que dispuso que marinería y oficiales disfrutaran de los mayores atractivos de cualquier puerto: alcohol y mujeres. Él permaneció a bordo, en espera de lo inevitable.

Al zarpar de Cayo Hueso, había recibido del Almirantazgo un sobre lacrado, con instrucción de no ser abierto salvo de serle indicado mediante orden directa del máximo nivel de mando. Las voces se repetían una y mil veces en su cerebro hasta agotarlo: “Llegado el momento, la nación le va a demandar su mayor entrega y coraje”.  “Su nombre y su carrera quedarán a salvo”.

El cablegrama se recibió en la cabina de comunicaciones el 15 de febrero a las 11:52. El telegrafista recortó la tira perforada de papel, la transcribió rutinariamente sin preocuparse del contenido, la metió en un sobre y subió corriendo al puente para entregarlo en mano. Sigsbee devolvió con desgana el enérgico saludo del joven, recibió el sobre y lo guardó en el bolsillo interior de la casaca.  No necesitaba leer el contenido; no tan pronto. Siguió degustando el amargo café cubano en el puente de mando durante varios minutos, contemplando la ciudad, sus defensas, y volviendo la vista al horizonte que dividía exactamente al cielo y al mar con un cambio brusco de azul.

—Señor Wainwright, señor Howell: cabina de oficiales, en diez minutos. Y alisten a toda la tripulación.

—A sus órdenes mi capitán.

Esa noche, a las 21:40, el crucero USS Maine iluminó con fuegos artificiales nunca antes vistos la noche de La Habana, haciendo pedazos a 261 de sus 355 tripulantes. A excepción del teniente Friend Jenkins y del asistente ingeniero Darwin Merritt, todos los oficiales – incluido el insigne capitán Charles Dwight Sigsbee- sobrevivieron milagrosa y heroicamente a la brutal explosión, que sucedió, según se dice hasta hoy, por causas desconocidas. Posteriormente, serían exonerados de cualquier responsabilidad. Al fin que el culpable había sido decidido meses antes en el despacho presidencial de McKinley. España era el nuevo enemigo.