Si de por sí abandonar la seguridad del suelo puede considerarse una actividad contra natura, en este caso, la imagen de una esfera gravitando sobre una fina línea recta parecería el epítome de tal paradoja. Porque eso es lo primero que sorprende de Evelio Miranda: lo entrado en carnes que está.
Pensemos en que un carnicero debe ser gordo para inspirar confianza a las clientas. ¿Quién le compraría cuarto y mitad de panceta a un esmirriao? ¿Qué garantía puede ofrecer un viejo flacucho sobre un lomo de ternera? Entonces, la sorpresa no hubiera sido tal cuando laboraba en los cárnicos, pero claro, es que ahora lo ves en el cable y lo primero que piensas es: “se va a partir; fijo que no aguanta”.
Transcurren unos instantes penosos tras ver a Evelio intentar subir con sonoros bufidos a la plataforma, tomar su pértiga, santiguarse, quitarse los mocos, persignarse, escupir, concentrarse fijamente en el final del mínimo sendero, volverse a santiguar y dar el primer paso sobre la tensa línea de acero.
Nada es azar. Todo forma parte de un ritual cuidadosamente elaborado que le garantiza lo que más necesita ahora: suerte. Porque él es un hombre de verdad y no un espectáculo circense. Él es El Funambulista. Y va a pelo. Sin red. Sin correa de seguridad. Sin trampa ni cartón. La demostración de que quien se lo propone y deja todo por un sueño es capaz de alcanzar las estrellas. Y eso que ya ha tenido más de un susto, como cuando ambos pies resbalaron a la vez y cayó a horcajadas sobre el alambre que casi cercena definitivamente su hombría. Esa vez ni siquiera pudo gritar, pero recuperó la apostura y se encaramó al cable para concluir con gruesos lagrimones el accidentado paseo por las nubes.
Ahora, cuando pone el segundo pie tras el primero, su rostro se transforma. Deja atrás los temores, respira calmo y profundo y cobra la imponente presencia de un rey absoluto gobernando un vasto territorio, por más longitudinal que este sea. Olvida las penurias adolescentes viajando sin dinero para lograr caminar entre los rascacielos americanos y las cúpulas de Europa.
Se siente satisfecho de haber abandonado el hogar para cruzar de orilla a orilla violentos ríos, atravesar barrancos sin fondo y cráteres en erupción por el filo de un sendero impensable para cualquier otro humano.
“Al saber le llaman suerte” le había insistido su padre mientras destazaban lechones, corderos y novillos en la ciudad de las murallas. Por eso, Evelio se esforzó en practicar y aprender todo lo posible sobre su afición. Desde que se tiene memoria, la familia recuerda al Evelio haciendo equilibrios. “Pero Anselma, mira este niño, dile algo, que se va esnucá” clamaba a voz en grito la tía Josefa al verlo caminar sobre los cables de la luz, mientras él caminaba intentando no perturbar a los tordos que fueron su primer público.
Pero no hubo manera. Tal como iba creciendo, más a lo ancho que a lo alto, crecían también sus retos. Cuando Unión Fenosa instaló las primeras torres de alta tensión en Ávila, el muchacho se autoinvistió del honor de inaugurarlas caminando de ida vuelta por las eléctricas líneas. Hubo un momento de pánico cuando el viento comenzó a bambolear los hilos, amenazando juntarlos y asar churrasco en las alturas, pero milagrosamente, el responsable de conectar el transformador tuvo un amago de cistitis y ese día no acudió a trabajar.
El deporte le trajo gloria y reconocimiento mundial, como la medalla de oro de Shanghai, pero le privó de otras mieles, como las del matrimonio y la paternidad. Las mujeres le hacían tilín, especialmente las asiáticas, pero entre que no paraban de hablar y no se les entendía muy bien y que no quería preocupar nadie con sus extravagancias, se le fue pasando el tiempo. También dice alegrarse de no haber tenido hijos porque piensa que les habría hecho sufrir, aunque los niños son sus admiradores más leales por donde quiera que pasa y eso le emociona mucho.
Evelio el Grande cuenta cómo rivalizó con el célebre Petit, tanto en físico como en hazañas, pues si el enjuto francés había establecido un récord al cruzar entre las Torres Gemelas de Nueva York, el orondo español lo haría en las Petronas de Kuala Lumpur, zampándose un bocata de morcilla especialmente elaborado para la ocasión, sentado en el vacío entre torre y torre.
Y cómo olvidar el cruce del Nilo, con los ojos vendados y cientos, miles de hambrientos cocodrilos expectantes ansiando un traspiés mientras la ardiente mirada del dios Sol egipcio lo protegía.
De ese día memorable hace ya muchos años. Hoy Evelio está decidido a conmemorarlo y celebrar sus seis obesas décadas de vida con el mayor reto imaginable para un funambulista: caminar erguido, decidido, sin detenerse, por un cable sin fin que se pierde entre cúmulos y nimbos y que lo conducirá directamente al cielo. Y a donar a oncología infantil la medalla y lo poco que quedó de sus ahorros. ¡Ah! Y la foto dedicada por Petit.