Pasé delante de un gran roca compuesta de restos fosilizados de otros hombres. Un gran camaleón, de unos sesenta centímetros, parecía ser amo y señor. Formulaba preguntas imposibles y cambiaba de color antes de conocer las respuestas. Sí sólo con tu sueño fueras capaz de soñar todos los hilos de vida que te habría dado, las respiraciones de mí que habrías tenido, las tardes aburridas mirándonos el alma. Parece que el animal me da la espalda, soy yo quien cambia de color. Fui de color anaranjado muchas tardes contigo, justo antes de que empezara a llover. No nos dimos cuenta pero cambiamos del naranja a un azul tenue. Estoy empezando, maldita, a ser de piedra. Ténme caridad como para liberar un brazo. Yo te amaba más de lo que pueden pensar los ojos de los camaleones multicolores. No permitas que me engulla en su pesada digestión la almohada. Siempre me has gustado desnuda, cuando te revuelves de mal genio y te me abrazas y se me quitan las algas del lecho marino en que baja y sube a capricho tu lunar marea.