Laura sintió una leve náusea, algo que jamás le había sucedido por más que trotase montaña arriba y abajo en su remota aldea de las Barrancas del Cobre. Lo atribuyó al cansancio del viaje. ¡Virgencita! Diez mil kilómetros desde México hasta España. Aumentó el ritmo. Puso la mente en otra cosa y rebasó a una pareja de sorprendidos kenianos. La molestia seguía. “Quizás sea el cambio de comidas”, pensó. Los aplausos arreciaban; debía estar cerca de la meta, algo de lo que nunca se preocupaba en exceso. Ni de las burlas por su indumentaria o sus sandalias de neumático. Estaba determinada a ganar. Disfrutaba cada paso de la carrera mientras volaba con la mente a los ariscos senderos que de niña recorría como el viento. La náusea regresó. No imaginaba Laura, la de los pies ligeros, que unos días antes otra pequeña corredora había comenzado a crecer en su interior.