Y no, no me malinterpreten: me baño seis veces al día, a veces menos. Pero esas cuatro, o tres, duran tanto que a menudo se juntan unas con otras. Si salgo de la bañera y piso sin querer fuera de la alfombrilla, sé que debo meterme de nuevo en el agua y volverme a bañar. Pero es agua sucia de mí y me asquea, así que tengo que vaciar la tina, limpiarla cuidadosamente, secarla y comprobar que no queda nada del baño anterior. En eso invierto casi una hora, porque siempre encuentro una mota o un pelo que se niega a desaparecer y eso me obliga a echar cloro, esperar a que se evapore, enjuagar y secar de nuevo. Vuelvo a llenar la bañera exactamente hasta que el agua alcanza los ocho centímetros hasta el borde. Hice una raya. En ocasiones me distraigo y el nivel supera mínimamente la marca, razón suficiente para volver a vaciarla e iniciar de nuevo todo el proceso. Logro por fin crear un baño placentero y lo disfruto durante unos breves minutos antes de sentir la necesidad imperiosa de enjabonarme y frotar y frotar hasta que la piel se enrojece. Pongo la cantidad exacta de champú en el cuenco de la mano y me froto la cabeza, pero desearía lavar cada cabello uno por uno. Estoy a punto de conseguirlo.