Albacea. Menudo encargo. Ya que no me diste nada en vida, podías haberme ahorrado el regalito. Tuve que pedir vacaciones en el trabajo y gastar un dinero que no tenía para poner las cosas en orden. ¿Cuántas veces te dije que dejases esa casa y te vinieras a vivir a New Jersey conmigo? ¿Cien? ¿Mil? Pero claro, tú siempre fuiste muy especial para tus cosas. Ya, mamá, no me vengas ahora con el rollo de que es la casa en que nací y de que soy el hermano mayor. Es la casa donde papá te pegaba y a la que nunca quise volver. Y ahora, no contenta con morirte (que por cierto, ya era hora, pensábamos que habría que fusilarte) me echas el muerto encima. Perdona, no quise decir eso. Ya sé que no te llamaba nunca, ni en Navidad, pero te quería. No sé muy bien por qué, pero nunca pude dejar de quererte, aunque lo intenté. Y ahora te aprovechas. Mira, tengo que decirte algo: la casa no vale nada. Es más, la alcaldía nos va exigir tirarla. Bueno será si nos dan algo por el terreno. ¿Y sabes? Lo prefiero. Creí haber podido borrar ese olor rancio que nunca limpiabas. Tus cruces y tus santos y toda esa superchería que no te sirvió de nada cuando lo necesitaste. Las borracheras de papá, los gritos, las peleas, las vomitadas que pegaron el olor ácido en los floripondios del papel pintado de la escalera. Esas fotos de muertos que llenaban las repisas y la colección entera del Reader’s Digest de la que sólo leíste los chistes de médicos. Como a ti, hasta lo de esclerosis nunca te dolió nada, mis hermanos y yo hemos pensado que lo mejor con un par de excavadoras y un camión para los escombros basta. En una mañana no queda rastro. Y alquilar el espacio como aparcamiento.