Mais les brav’s gens n’aiment pas que

L’on suive une autre route qu’eux

(Del hombre de los ojos más azules)

Dios mío, cómo hemos envejecido todos. No lo llevo bien. Me burlaba de esas películas de las viejas divas de Hollywood aferradas al pasado, incapaces de adaptarse al cine sonoro. Me creía yo incombustible, insumergible, invulnerable. Quiero creer que fui bello alguna vez. Al menos para alguien. He venido negando la evidencia en el espejo viendo a otro que fui yo. Pero no es lo que reflejo lo que me define sino ese yo interior anclado en las músicas, los momentos, las compañías, las ideas que me movían. Ahora, por no tener, no tengo siquiera una identidad. Llevo casi veinte años en México y soy un desterrado igual que el Cid, atravesando campos sembrados de sal. Patriota de dos mundos y apátrida de ambos. Ingreso en la calidad del no-soy, un compuesto físico similar al plasma, de cuya existencia dudan hasta las mentes más avanzadas. No tengo edad ni porvenir, deber ser esa enfermedad del alma que vaticinó Facundo Cabral o que bien sabía por experiencia propia. Un extranjero para mí mismo, un permanente desconocido y un intruso donde quiera que aparezca.

Soy ajeno a todos y todo me es distante. Se han invertido los polos y se han desplazado los continentes de mi piel y mi cerebro. El mayor cambio es en el deseo: ya no deseo nada que se pueda adquirir. Tal vez un capricho caro y vacuo de vez en cuando que me distraiga unas horas del resto del día, pero mi enfoque se ha desprendido de las cosas. Deseo, claro está, la compañía templada de una mujer, la conversación pausada de un amigo, tiempo a solas. Deseo más que nada, tiempo. Tiempo para dejarlo pasar o regalarlo. O malgastarlo. Lo he exprimido tanto que casi no quedaron huecos. Hablo con mis padres, a los que se les acaba el tiempo como un angustioso reloj de arena que corre cada vez con más velocidad. Un vaso semivacío que nada tiene que ver con el optimismo. Una vida plena. Los escucho tranquilos y contentos. Pero mi ansiedad de perderlos crece día con día. Estoy envuelto de una tristeza densa y pegajosa que no se me quita con el agua de la ducha. No es amargura, pero no es bella, sino resignada. Busco en los libros de alquimia mis ingredientes básicos: Mercurio. Tiempo y silencio. Hasta llegar a mi propio tiempo de silencio por el que pago cualquier fortuna a cualquier precio. La bendita soledad callada y consciente que sólo he logrado encontrar en el Himalaya, en la Patagonia, en los volcanes. El vacío que me llena y al que llamo Dios lejos de la estridencia de las iglesias, las calles y las gentes.

Mi cuerpo se asemeja al noble motor diesel de un submarino: cruje, echa chispas, de vez en cuando se queja con estertores indescifrables… pero aún tiene el mismo impulso y traqueteo del primer día. Algo no le permite volver a la forma, a la talla, a la condición de hace sólo un año. Pero tampoco hundirse. Me cobra las facturas de una vida colgada al borde de los dedos, pero sigue dando batalla. Se ilusiona al ritmo que se blanquea y va diciendo no, ya no, a los rigores a los que lo traía sometido. El suelo es más duro que antes, las cuestas más empinadas y el frío, más desapacible. Ya no busca la lluvia por instinto. Ya no quiere cargar nada. Venga, corre, le digo; responde como un animalillo fiel, me sigue y corre. Protestan las rodillas y hago como que no he oído nada. Yo sé que este buen amigo me seguirá sin quejarse demasiado hasta donde yo lo lleve. Y de tanto andar conmigo, me gusta lo que me pasa. Pero mi alma arrastra a un viejo del que desea liberarse. Sé que no tiene sentido, pero diariamente deseo morir con las mismas fuerzas que ansío vivir. He pasado por varias etapas diferentes e intensas. No hace mucho, tenía la sensibilidad tan a flor de piel que lloraba con casi cualquier cosa: la alegría o la tragedia. Me siguen llegando las canciones de mi época. Porque con casi diez lustros, que suenan todavía peor que medio siglo, no tengo un centavo pero sí mi época propia. Las lloro y luego las escucho mil veces y las tarareo en pésimo italiano con Patty Bravo, con Ricardo Cocciante o en inefable francés con Brassens. Definitivamente, a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe y J’ai mauvaise réputation.

He acumulado un vasto conocimiento que no me ha servido para adquirir sabiduría. Conozco un arsenal de cosas inútiles que tal vez me haría ganar una partida de Trivial, pero no son capaces de alumbrar las decisiones trascendentes de mi vida, por ende, trivial.

Intento vivir bajo el lema aprendido de mi madre -que sí es escritora- de ni un día sin página. Todos los días las escribo, aunque no siempre las ponga por escrito. Luego, en días como hoy, las palabras se me salen a un ritmo muy superior al de los dedos, los desbordan y regresan al olvido en donde debieron estar siempre. A veces dejo la pluma y agarro la cámara, pero suelo regresar a casa con las manos vacías. Otras, muy raramente, una imagen me encuentra, cobra forma y me adopta, diciendo a otros que yo le di vida pero que durará un respiro antes de desvanecerse.

Viajo siempre, aún sin moverme del terreno. Pienso que no hay mejor invento que los aviones ni peor tortura que los aeropuertos. Cuando no vuelo, mis alas amarillean, me cambia el ánimo y ando de malas con todo. Amo el viento de la travesía por encima del sol del destino. Andar, correr, volar, transitar sin rumbo las ciudades. Ya nunca viajo en tour organizado, lo abomino. Prefiero mezclarme con la gente, comer su comida, aprender dos o tres palabras de su idioma, compartir el silencio.

Amo cada vez más intensamente, más desaforadamente, a perpetuidad. Amor incondicional. Se dice pronto. Estoy a aprendiendo a amar desinteresadamente y duele como hierro fundido hasta que fragua. Amo la inteligencia renovadora y suprema de la muerte, el espacio vacío, la vida por venir donde cada pequeño suceso es un acontecimiento.

Creo ser inmensamente feliz.