A los doce no estaba segura de si era rubia natural o si su cabello era producto del obsesivo champú de camomila (que es la palabra de la publicidad para decir manzanilla) que mamá le ponía en las ideas. Así que su cerebro era rubio por fuera y por dentro. Sus neuronitas, de cobre brillante. Pero cuando le empezaron a brotar los vellos dorados en el pubis se sintió como una ninfa elegida por los nórdicos dioses de la rubietud, la rubiez, la rubiedad, o como se diga.
Mamá estaba al pendiente de su desarrollo moral, social, intelectual y todo lo que termine en al. Se aseguró de que desde muy niña todos los sábados vieran juntas “Los Caballeros las Prefieren Rubias”. Había que ir al cole, claro, pero los quebrados nunca fueron prioridad y del Amazonas sólo había que saber que eran mujeres de poquito pecho, como tú, muy aguerridas y que hacían de los hombres lo que querían. Por ejemplo, que les comprasen diamantes.
A los doce, el diamante se ve bonito, pero a los doce y medio, un diamante es para siempre y aquél que quiera contar los brotes dorados de su pubis deberá ganar lo suficiente como para poner una piedra igualmente refulgente en su dedito. Mamá sabe de esas cosas.
Así que Cami se sentía segura de sus braguitas limpias por si tenía un accidente y había que ir al hospital, de su cabellera cepillada como la Virgen entre cortina y cortina y de que todos los chicos muriesen por ella.
Sólo había un problema: nunca había dado un beso y no tenía ni la menor idea de cómo se hacía. Se pasó la adolescencia inventando historias de pasión inexistentes y se matriculó en Físicas mientras pillaba novio, cosa que nunca sucedió pese a las extensiones y las tetas postizas.
Cami tuvo por primera vez un diamante de verdad cuando metieron las cenizas de su madre en un compresor de alta presión y extrajeron un diminuto cristal de carbono puro.