No había llegado aún el momento en ese tiempo
aunque todo se estaba conjuntando según un plan escrupuloso:
Sucedían trígonos y cuadraturas evidentes en las cartas.
Hubo un hombre casi consumido en sí mismo anunciando
la inminencia de lo que habría de suceder y sus ojos
tan acostumbrados a la tiniebla de la cueva parecían vibrar.
Dictaban los arcanos sentencias irrevocables presintiendo
tu llegada en cruces celtas. En tiradas repetidas un naipe
destacaba entre todos los demás tendiendo alfombras
terciopelos y flores a tu paso, rindiendo espadas y honores.

Veían los magos griegos signos inequívocos en las entrañas de halcón
Leían los gitanos líneas rectas y profundas en las palmas de las manos
Coincidían los oráculos de los rincones de la Tierra en una sola cosa:
La que ha de venir ha anunciado su llegada en estos días

Estad preparados.

En Catemaco, en las colinas que van hacia poniente, Don Pablito extrajo un listón azul celeste del vaso con agua bendita en el que había abierto el huevo fresco de gallina. Había insistido mucho en que fuera un huevo de esa misma mañana, de granja. Traído por niña aún sin sangrar  y sin tocar por nadie más. Bajo ningún pretexto un huevo de supermercado. Al momento de romperlo en el vaso, la cinta traía prendidos tres alfileres de cabeza negra. La yema, de un amarillo opaco, no se rompió. No había burbujas. Había hecho trampa mil veces, sobre todo a los gringos que pagaban hasta quinientos dólares por una limpia para ese aura azul oscuro que traen todos. Chinga su madre con los gringos jijos de su maiz. Pero no hoy. En diez lustros nunca había dicho una palabra más alta que otra, pero ahora se le escapó una exclamación propia de encontrar algo insólito donde no debiera estar, donde nunca fuera visto antes.: ¡Ah, qué de la chingada!. Acto seguido se santiguó tres veces y arrojó un puñado de sal gorda a la fogata que crepitó con diminutas protestas azules. Arcángel Gabriel, Luz de Jehudiel, Espada Barachiel, protección pido. Despidió con premura a los presentes. Cuídensen; mañana, con el amanecer, la tierra va moverse mucho.

Antes de convulsionarse en el suelo de tierra de la cabaña de lámina, la única Babalao de Cité Soleil, en las afueras más dolorosas de Port au Prince, había escupido sangre. Primero dio grandes caladas al enorme habano para hacer humo blanco. Luego bebió un trago de aguardiante y otro más que conservó en la boca mientras le quemaba las encías. Arrojó el eyero-sun sobre la ifa y realizó unos trazos con un cuerno. Los dieciséis cocos estaban alineados y las once niñas vírgenes no paraban de dar vueltas sobre sus propios pies hasta que los ojos se les perdían en el infinito. Tenía ochenta y nueve años y presentía algo terrible. Siempre había rogado morir en paz en su cama, de puro vieja, acabadas las ganas de vivir y sin sorpresas. Pero súbitamente comprendió que aún permanecería en este mundo lo suficiente como para presenciar algo apocalíptico y repugnante. Yashoma tocó el suelo con un golpe seco sin que alcanzaran a sujetarla. Ni entre cuatro podían detener las sacudidas. Tenía la lengua mordida y apenas se le entendían las palabras: Olodumare, Ibeji, Yemayá.