Nicole acaba de entregar su cuerpo por veinte euros. Necesitaba el dinero. No fue tan malo como en un principio imaginaba. No lo sabe, pero es más rica que cualquier multimillonario octogenario. Nicole tiene veinte años. Nicole tiene tanta vida que hasta puede vender un poco sin sentirse realmente mal. Lo más difícil fue tomar la decisión. Luego fueron veinte minutos de torpezas que pasaron como un relámpago. No dejarán huella. Curiosamente, no crean ni el más leve conflicto de conciencia. Siempre nos hacemos más problemas de los que tenemos. Pensamos veinte veces las cosas antes de hacerlas y luego simplemente pasan. A veces ni siquiera suceden como suceden sino como las recordamos. Por ejemplo, ella no recuerda los veinte escalones que van de la recepción a la habitación, ni los veinte metros que separan el cuarto de la salida de emergencia, ni los veinte mosaicos alternos del diminuto baño ni los veinte números de teléfono que guarda en su móvil.
Toma el billete, se arregla la ropa lo mejor que puede y baja casi a saltos por la escalera hasta llegar a la calle y respirar una profunda bocanada de aire. «Necesito un café, o algo». Aprieta el paso. El día está desapacible. No va a llorar, eso no. Todo está bien. Es sólo que no puede quitarse de la cabeza ese veinte, veinte, veinte, veinte.