Mamá me lo había repetido tantas veces que aprendí a contener cada pequeña lágrima de la infancia, cada abundante lágrima de la juventud y cada esbozo de llanto de la madurez, hasta llegar a convencerme de que estaba seco por dentro. Hoy, cuando atusaba sus cabellos lacios y le entrecruzaba las manos sobre el pecho, enredando con mimo el rosario, acomodando los volantes de encaje blanco para que se viera bonita, se me escapó una gota de llanto. La escuché tintinear sobre la mortaja y luego desapareció. Menos mal. Mamá hizo como que no había visto nada y siguió muerta.