Llevabas muerta cinco días, Sandra. Los mismos que permanecí  día y noche frente al portón del  cuartel, hasta que el Comandante Arenas por fin se dignó recibirme. Se mostró amable y comprensivo. Hasta me ofreció un café, o un vaso de agua o lo que yo quisiera. Me dijo que no tenía de qué preocuparme, que tu detención era pura cuestión de trámite. Cosas de  jóvenes. Que sólo te harían unas preguntas por lo de la huelga y que pronto estarías en casa. Llevaba botas altas hasta debajo de la rodilla. Lustrosas, impecables. Salvo quizás, por esa casi imperceptible gota de sangre seca.