Nada como llegar a casa después de un tedioso día en el despacho, moviendo expedientes de un lado del escritorio al otro, que es más o menos como marear la vida, para que me entiendas, porque mañana lo que haré será cambiarlos nuevamente de sitio y alargar el proceso todo lo posible. El cliente paga, yo paso un nuevo día, la marea sube, baja, baja, sube y jamás acaba. Como nosotros. Porque nunca acabamos ¿no? Subíamos y bájabamos regularmente cada seis horas, predecibles, salvo en esos días en el año en que desnudabas la playa y desconcertabas a los cangrejos que se sentían desnudos y a los pulpos lentos que quedaban atrapados entre las rocas. Pero luego volvías con tu furia, con ese genio vaginal que te caracteriza y en cada solsticio inunda todo y cuando se va, deja charcos y aroma salino y dulce. Llego a casa y son las seis, toca marea baja. Se supone que debías estar en el salón, viendo la telenovela, pero no logro encontrarte. Te busco en la alcoba, en la cocina, toco la puerta del baño. Nada. Por fin salgo a la terraza y te veo apoyada contra la barandilla. Miras al horizonte y lloras. Yo sé que lloras a veces sin razón alguna. Te toco el hombro. Ya estoy en casa, amor. No te inmutas.