Triste y cabizbajo, me di la vuelta y respiré profundamente. Llegué a pensar que por fin podía ser yo, mostrarme como siempre había deseado: lleno aún de alegría de vivir. Una persona digna y orgullosa, todo un caballero. Hasta ayer, 28 de junio, no me había atrevido a salir así a la calle. Me puse mi mejor traje de lino, el foulard de seda y una gardenia natural en la solapa. Sombrero y bastón. Zapato blanco impecable. Perfume discreto. Apenas salía del portal cuando esos niños me gritaron ¡Viejito maricón! Me di la vuelta y volví a enfrentar la escalera. Y mira que me cuesta a mis ochenta años.