Era mi diluvio, pero no mi barca la que flotaba en la riada panza arriba como si se hubiese invertido el mundo y fuera yo el que estuviese contemplándolo bajo el agua. Permanecí en el puente viejo, asomado al pretil, intentando distinguir entre los escombros de las casas y las maderas rotas cualquier rastro de vida. La lluvia me cegaba por más que intentaba despejarla del rostro con la mano. Por un instante, creí apreciar algo entre la turbiedad, algo parecido a un cuerpo envuelto en un vestido de novia. Pero nada. Volví a intentar secarme inútilmente la cara; había dejado de llover hacía un rato.