Se había refugiado en un apartamento de cuarta en el Downtown, junto a los húmedos almacenes de ropa usada de los judíos que aún quedaban en Brenton Street. El piso había sido bonito, pero era demasiado grande para dos, demasiado oscuro y demasiado viejo.

Estaba a sólo dos bloques del nuevo barrio coreano, del que a cada rato llegaba el tufo a sudor y a arroz hervido. Y por la tarde, las cucarachas. Nunca había habido cucarachas aquí, que yo recuerde, y estas eran grandes y descaradas. La ciudad estaba irreconocible.

La señora Hilton cobraba un alquiler casi barato por ese cuchitril oscuro, pero lo importante es que no hacía preguntas incómodas. Sólo exigía los billetes uno encima del otro a fin de mes y no meter perros ni coreanos.

— Es mi sobrina.

— Pues para estar tan crecidita no habla mucho, se ve rarita.

— Tiene una cosa que se llama autismo.

— Ya.

La señora Hilton pareció desaparecer tras la densa nube de humo de su inseparable Dunhill. El largo cigarrillo la hacía sentirse elegante, a pesar del exagerado maquillaje y el escote amplio y caído. Hace treinta años fue bella, como este lugar.

Natasha apenas farfullaba unas palabras en inglés y le había hecho jurar que no abriría la boca. La policía andaba detrás de los emigrantes ilegales del Vladivostok y yo no podría explicar de ningún modo su edad, su embarazo y el que no tuviera ningún tipo de papeles.