Ana Karenina gozaba de todos los privilegios que la vida puede deparar a una niña de cuatro años: era hija única, muy bonita y todo el mundo le prestaba atención; los días se le hacían eternos y aburridos y para paliarlos, casi siempre le compraban todo lo que ella quería si insistía lo necesario (que podían ser horas en el súper recitando el mantra “cómpramelo” con Mamá hasta agotarla mentalmente), o si daba un besito. Eso es algo que aprendió muy pronto, que a un hombre, con un besito, se le puede sacar hasta el mismísimo tuétano de los huesos.

Trepaba al cuello de su papá y lograba que la llevase a hombros (a mulucún, le decía él) a todas partes y así —a pesar de su aún corta estatura en la que luego se crecería— poder ver por encima de todos. Papá, empleado de banca con miedo perenne al despido, españolito centroizquierda, sentimental y de talla media, no veía nada en el futuro de España ni entre la multitud. Pero ella no perdía detalle del desfile de Reyes o del paso de la Selección Española por Gran Vía después del Mundial. Papá y ella se apuntaban juntos a un bombardeo mientras Mamá se quejaba de los precios y de lo feliz que era en Valencia.  Se acostumbró así, desde chiquitita y sin malicia al principio, a mirar a todo el mundo por encima, y sostenida por alguien que a todas horas le decía que la quería.

Como cada sábado, Abuelo Jonás, que siempre contaba cosas de ballenas que a ella le divertían muchísimo, venía religiosamente a por ella. “¿Cómo está mi princesita soviet?” Decía siempre al abrir la puerta. Y Ana Karenina tenía calculada la carrerilla que había de tomar desde el pasillo para abalanzarse sobre su hombre favorito, sin romperlo y escuchando sólo un ¡Ay! lastimero y feliz. Papá la alzaba, pero casi siempre le decía que no fuera caprichosa si se le antojaba algo. Abuelo Jonás, por el contrario, no la cargaba a hombros, pero jamás le negaba nada y sabía con seductora inteligencia que iniciando la frase con “Tito” y concluyéndola con “te quiero mucho” podría conseguir algodones de azúcar, muñequitas de plástico a las que luego arrancaba el cabello para tirarlo por el wáter, almendras garrapiñadas, helados de los que prohibía Mamá porque pintaban la boca de morado (guarrerías) y cualquier otra cosa. Y al momento, “Tito, te quiero mucho”.

Este sábado, la Soviet se veía preciosa con un vestido nuevo, aunque le picaba un poco la etiqueta en el cuello, y Abuelo Jonás la había llevado a la feria. Cuando vio al globero, con unos inflables de gas enormes y de formas diferentes y brillantes, comenzó a repasar mentalmente la frase que comenzaba por “Tito” y terminaba por “te quiero mucho”.  Pero ya era una niña grande, y por algún innato instinto femenino percibió que aquellos maravillosos globos podían ser muy caros, tal vez inasequibles incluso para un hombre de pelo blanco que había nadado de Chipre a Estambul y en el camino fue engullido por una enorme ballena azul, en cuyo vientre hizo una fogata que obligó al cetáceo a escupirlo entre enormes toses submarinas con humo y burbujas.

Debía intentar una estrategia diferente, así que abordó al sobreviviente del acuático mamífero de un modo totalmente nuevo, que luego descubriría de enorme utilidad para manejar a los hombres:

—Tito

—Dime, princesita soviet. ¿Quieres un barquillo?

—Tito ¿qué es un cetáceo?

Abuelo Jonás, que lo más lejos que había viajado en su vida fue la vez que se quedó dormido en el metro y despertó en el cambiador de trenes de Chamartín, sintió un rayo inspirador similar al que derribó a Saulo del caballo y lo convirtió en cristiano. Eso sí, hombre muy leído y suscriptor vitalicio de Selecciones al que nunca tocó la Rueda de la Fortuna.

—¿Un cetáceo? Déjame que te cuente, limeña. Era yo soldado en Chipre y nos atacaron los turcos…

—Vale, Tito ¿Me compras un globo?

—Pues claro, zarina ¿cuál quieres?

—Ése– Dijo la elegante enana señalando a lo más alto.

Claro. El más grande. Un auténtico Hindenburg. No era el más bonito, pues había varios en forma de corazón rojo brillante, unos con Bob Esponja y varios más con otros personajes de la tele. Este era dorado, sobrio y enorme. Digno de una princesa, una reina, una emperatriz. El más caro. Digno de Ana Karenina.

Mientras sacaba los últimos diez euros de su escueta pensión de la cartera, Don Jonás y sus canas narraban entusiasmados por enésima vez la travesía un Vapor de dos chimeneas y el momento en que el barco se hundió y vio morir a todos sus compañeros en las aguas aparentemente tranquilas del Mediterráneo, pero infestadas de hambrientos tiburones.

—Áteselo bien a la muñeca, no se le vaya a escapar. Y póngale un hilo largo, para que suba muy alto —pidió el abuelo.

—¿No es un poco exagerado para una niña tan pequeña? –preguntó el experto en niños y aerostáticos.

— Ya sabe cómo es esto. Si quiere el grande… pues el grande. Que esto dura dos telediarios y hay que disfrutar a los nietos.

Salió el inmenso globo de la nube de otros amarrados al palo del globero, inflado de orgullo por haber sido vendido a tan hermosa niñita, unido a ella por el débil hilo de plata espiritual que comunica a los humanos con sus mayores sueños y amarrado a la muñequita con vestido nuevo por un cordón fino y blanco como el que se usa en las pastelerías tradicionales de Madrid para la bandeja de pasteles del domingo, pero largo, muy, muy largo.

Ana Karenina se sentía doblemente feliz: había conseguido un regalo caro, pero sobre todo, había hallado la clave para conseguir de un hombre lo que quisiera. Algo que en su vida futura como neonazi le funcionaría siempre: darle cuerda a un hombre con lo que le gusta, ya sea sexo, literatura, milicia o cocina gourmet. Todos los hombres de su vida adulta hablarían solos y de sus cosas, se sentirían escuchados = amados y le dirían indefectiblemente que sí a todo. Pero apenas iba a ser su quinto cumpleaños, y esas eran cosas que vendrían mucho tiempo después.

La madrileña zarina caminaba más chula que un ocho un par de metros adelante de Abuelo Jonás, que ya había llegado a la parte en que explicaba las enormes dificultades de prender fuego con leña mojada en la barriga de un cetáceo. El ufano globo ascendía y ascendía enamorado de su preciosa dueña, hasta que sintió un brusco tirón. El hilo que los unía le indicó en seco que no podría llegar más lejos ni más alto. Ana Karenina, que se había distraído momentáneamente con el relato de Abuelo Jonás, sabedora de que llegaría su parte favorita, la de las toses de la ballena (el azul cetáceo) sintió el mismo tirón en su bracito. El globo, airado, tiraba de ella, pretendiendo ir más lejos. Pero no, estaba firmemente atado a su muñeca de muñeca. El globero, experto en esas lides, había hecho su trabajo a conciencia, sabiendo que todo tarde o temprano el aerostático se desinfla y cae por su propio peso, por leve y sutil que este sea, en un proceso adiabático sin pérdida de calor emocional. Pero estas eran cuestiones de dinámica de fluidos que escapaban a la pequeña pero maliciosa mente infantil de la bellísima niñita.

“Aquí mando yo”, fue su pensamiento. Y efectivamente, a los movimientos de su bracito el globo ascendía o descendía obediente y rítmicamente. La zarina estaba encantada de manejar algo tan grande y a semejante distancia. Tuvo una sensación física de poder, impropia de una niña, que la hizo sentir diferente, como si fuera mayor. Muchos años después habría de comentar ese día con su psicoterapeuta como un momento clave en su infancia, poco antes de perder para siempre a su narrador de historias favorito. Sintió el poder, lo ejerció, y esa sensación la acompañaría el resto de su vida hasta convertirse en una adicción.

Ya había sido escupido entre toses Abuelo Jonás de la voraz ballena y la pequeña seguía jugando a jalar el hilo del globo hasta acercarlo mucho y luego dejarlo ir de golpe. Ambos disfrutaban el juego: la niña al verlo alejarse con el viento y el globo subiendo al cielo a gran velocidad seguro de que regresaría con su dueña.

Este es uno de esos cuentos que termina mal. El abuelo muere de un infarto después de haber contado mentiras bellísimas toda su vida. En el final alternativo A, el globo toca unos cables de alta tensión y fríe a la pequeña tirana y el abuelo se suicidad por no haber podido evitarlo. En el final alternativo B), el hilo se rompe. El globo vuela al Purgatorio de los globos enamorados de las niñas. Se encuentra con otros globos tristes y desinflados. Las niñas crecen y se hacen malas, muy, muy malas y fascistas, para asegurarse de que tendrán hombres que las carguen en los hombros, hombres que les cuenten cuentos, hombres que las lleven a volar, cuando menos, la distancia que separa Chipre de Estambul, si miedo a los cetáceos, ni a las olas.