Dormir juntos es el mayor acto de amor. Es el momento de mayor vulnerabilidad, la entrega absoluta y perfecta. Despertar juntos es el mayor acto de humildad, la ausencia de secretos, la total crudeza. Compartir el lecho, el sueño y los ronquidos, los jaloneos de la colcha, el abrazo al amante perfecto hecho almohada. Encontrarse con la desnudez mayor que puede haber: la indefensión, el infantilismo de dormir y soñar. Unirse en el acto sexual perfecto que es gozar hasta el infinito de un roce sin intención, de un contacto efímero, de un transvase de calor fortuito. Abrazar a otro diferente al que abrazas, liberarte sin pudor de su contacto si apenas te incomoda. Oler a cuerpo humano tibio o sudoroso, fresco o frío. Hablar en sueños y en duermevela pronunciar nombres de otros que estarán ahora durmiendo en otras camas pronunciando tu nombre y uniéndote a su libertad onírica y total, sin más temor que despertar al lado de otra persona que no desea escuchar tu nombre sino el suyo, que no desea ser tocada intentando averiguar mi cuerpo donde debería estar y que ahora ocupa otro. Que no desea ser ella sino yo, para que tú seas capaz de amarla como me amas a mí en tus sueños. Para que me goces sin permiso ni perdón, como haces conmigo. Cada noche. Despiertas sudando y una voz somnolienta te pregunta ¿Estás bien? Tú respondes que sí, que sólo fue un mal sueño. Te toca con el pie bajo la sábana. Y es cuando desearías dormir para siempre, como en un cuento infantil, donde todo puede suceder.