Primer Premio en el certamen Tierra de Testigos 2021

 

Alcanzar la paz. ¿Era eso posible después de toda una vida? Fray Teodoro recibió al anciano con gesto apacible y un amago de abrazo.

—Bienvenido, Rodrigo. Tienes tu cuarto listo si quieres descansar un rato.

—No, necesito hablar con usted ahora mismo.

—Para confesarte debes esperar hasta las siete, somos muy estrictos con los horarios.

—No, no creo en Dios ni en confesonarios. Sólo he venido a pedir perdón.

—Muchos vienen aquí a eso, hermano. Encontrarás el momento.

—Pero yo he venido a pedirle perdón a usted. Y ha de ser ahora. Soy El Bakunin.

Fray Teodoro sintió que las fuerzas le abandonaban. Retrocedió a los días más crueles de la Guerra Civil y a la imagen de un joven alto, apuesto y presuntuoso: su torturador. Tuvo que esforzarse para reconocer en las canas del visitante el cabello pelirrojo del feroz miliciano y reconstruir su estatura en el encorvado nonagenario. Volvió a sentir sobre las cicatrices de la piel las heridas del alma que creía para siempre olvidadas. El miedo a morir por vestir sotana intentando mantenerse firme ante las bofetadas, los insultos, el simulacro de fusilamiento. Las risotadas de El Bakunin presumiendo la sangre de los dos jóvenes novicios que acababa de masacrar y a cuyos cadáveres le ordenó con sorna dar cristiana sepultura.

Ahora, este hombre que tantas veces había aparecido en sus pesadillas le miraba con ojos llorosos e implorantes. Fray Teodoro lo abrazó y le susurró al oído: ecce Agnus Dei, ecce qui tollis pecata mundi.