No sabía cómo se llamaba y desde luego, no me iba a atrever a preguntárselo. Así que decidí ponerle el nombre de Natalia. Natalia funciona muy bien para una muchacha que quiere salirse de la blusa, que huele a sudor mezclado con desodorante caro y cuya tanga de encaje sobresale sin pudor tres o cuatro centímetros por encima del borde de unos jeans descosidos estratégicamente. Caros, como toda la ropa vieja de marca. Una chica de veintiséis –porque debe tener veintiséis, ni uno más- que también es una edad estratégica, en el más bélico sentido de la palabra.

Vayamos a la tanga. Es una braguita de color rosado, con lencería fina en los bordes y un estampado que con esta luz no alcanzo a distinguir. No son animalitos. Se me haría de lo más vulgar una tanga con peces, o foquitas, o dinosaurios. No. Son unas florecillas azules, femeninas como violetas. Deben ser violetas y eso me permite imaginar el aroma de sus nalgas, no muy grandes, redonditas, juveniles.

No lo hace a propósito. Se inclina sobre la mesa entre risas con las amigas y el bordado de lujo de su ropa interior asciende unos milímetros más. Toda la desnudez que admiro se va reduciendo en una uve que es como una flecha indicadora del rumbo de mis próximos pensamientos. Natalia es muy bella. No he podido verle el rostro del todo, con eso de que está de lado y no para de moverse hacia adelante y que precisamente cuando voltea el rostro ponen esa luz negra con el volumen a todo lo que da. Es muy poco probable que se llame Natalia y casi imposible que repare en que la miro con destreza.

Ahora saca el celular y revisa unos millares de SMS’s de los imberbes con que anda. Me la imagino seduciendo a todos con ese caer del pelo y voltear la cabeza hacia atrás mil veces, con esa pose de anuncio de Pantene Pro B que es el gesto preferido de las de veintiséis. Y que me encanta. En Natalia me encanta. A todos los deja con la expectativa de un quizás. Pero lo que ama es tener el móvil lleno de mensajes y reírse con las amigas. Las amigas son corrientes, a ellas sí puedo verlas, sositas. Natalia está de espaldas y su tanga de lujo enfrente, como en una danza.

Me distraigo un segundo mirando la pantalla de plasma gigante y dando un trago insípido a mi Beefeater seco con dos gotas de vermouth Noilly Prat. No entiendo cómo en el mejor discobar de Cancún pueden pasar un video de Bryan Adams. Mi diosa ha desaparecido y las dos amigas me miran como pidiéndome explicaciones. Seguro fue al baño. Yo creía estar concentrado en esa tanga perfecta y en ese trasero de Fidias, pero en el ensimismamiento se me fue el santo al cielo.

Mareo un rato la aceituna doble en el Martini de diseño. Siento algo indescriptible detrás de mí. Siento cada detalle de un cuerpo joven y perfecto, de un aroma que ya no huele a violetas sino a Ralph Lauren mezclado con cigarrillo light y chicle de hierbabuena. Escucho una voz que me estremece desde el lóbulo, por todo el lado izquierdo de mi cuerpo hasta el pulgar del pie y de regreso. Ni siquiera me atrevo a volverme:

—¿Qué? ¿Me vas a estar mirando el culo toda la noche?

Me deja una servilleta doblada. Saco la doble aceituna goteando ginebra helada. La chupo con delectación y reconozco en los labios una forma conocida. En el taxi, de regreso al hotel, desdoblo la servilleta.
Karen
(04455) 1496-0789