Siempre que alguien está cocinando un sabroso plato, según la receta secreta de su tía abuela o guiándose de la femenina intuición culinaria, que por muy chef y hombre que se sea es la que inspira los hornillos, cacharros y viandas… llega el momento cumbre de la salpimentación.

Entonces entra sin permiso a tu privado recinto otro cocinillas, mete la cuchara, sopla un poco para no quemarse, se mancha de pimentón la punta del bigote, te mira a los ojos, marca un estudiadísimo silencio… y te retira la mirada. Entonces, tú, invadido de angustia preguntas: ¿Qué te parece? Se hace otro estudiado e insostenible silencio y escuchas «Muy bueno», sin la convicción esperada en el brillar de los ojos o en el regusto de la lengua catadora. Es por ello que te ves obligado a insistir: ¿En serio?  Y en ese momento la cruda verdad hace presencia: «Uhmmm, sí, pero los espárragos nunca se fríen en aceite de oliva, porque se adogan». Y tú, que desconoces el verbo «adogar» y mucho menos su tercera persona del plural, sólo te atreves a decir: ¿Bueno, qué hago?, a sabiendas de que el silencio va a castigarte durante casi un minuto más.

Efectivamente, transcurre el minuto sin un leve gesto hasta que segundos, muchos después, se rompe el silencio con crudeza: «Salpiméntalo un poco más justo al momento de servir, Miguelito, coño, que pareces nuevo». Vuelve a meter el cucharón en tu guiso y lo devora con fruición. «Si están cojonudos, hombre. Es que tú tienes la manía de adogarlo todo…»

Mandas a hacer puñetas a tu mejor y bigotón amigo, salpimentas bien y escuchas los elogios de los comensales.

Así es esto.