El corazón de lana y acero comenzó a latir rítmicamente. Willy sudaba y sentía náuseas. Los dedos le sangraban después de haber cambiado las bobinas de algodón una y otra vez durante toda la jornada. No había comido más que un cazo de porridge antes de entrar y de eso hacía ya más de nueve horas. El maldito silbato del cambio de turno no sonaba, sólo los gritos del capataz exigiendo a los chicos que se moviesen más deprisa, a riesgo de que el gigantesco telar de vapor les enganchase los dedos y se los cortara. Seguro que encima les daban una paliza por manchar los carretes. Había que repetir los mismos movimientos mil y una veces, como una acémila que da vueltas en una noria con los ojos tapados. Ahora entendía por qué a la descomunal y humeante máquina la apodaban “la mula”.