No pude transformarme en princesa porque el imbécil seguía mirando. Estaba en su derecho. Había pagado por mirar, por tocar y por todo lo que quisiera. Todo lo que pueden comprar cincuenta rublos, que en definitiva soy toda yo. Incluso si hubiera desviado esa mirada turbia hacia otro lado, su rancio olor a barriada y a vodka barato hubiera roto cualquier hechizo. Esa manera de manosearme con los ojos me hacía sentir desnuda, desvalida, sucia. Tomé los billetes viejos que me había arrojado con desprecio sobre la cama. Pensé: “Ya sólo me faltan quinientos para transformarme en lo que yo quiera”. Cerré los ojos. Me veía preciosa.