Ordenaron colocarle una venda en los ojos. Un milímetro, un mínimo movimiento podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Pero él era un niño valiente, y su padre,  el más célebre ballestero del Cantón. Oyó a todo el pueblo de Altdorf corear los ochenta pasos de distancia a que debía lanzarse la saeta. Le había escuchado susurrar “te quiero” mientras le revolvía cariñosamente el cabello y le colocaba la manzana sobre la cabeza. Ochenta años después, rascándose la alargada cicatriz de la calva, el anciano Walter Tell musita: “Yo, también, padre, yo también”.