Un hombre cruza un mar, llega a una playa, saluda a la nada. Nada. Grita más fuerte a la nada y la nada no contesta.
Sorprendido de su propia soledad, tan rara, tan deseada, tan existente que todo lo invade, calla.
Calla sólo por un instante, el justo y preciso para escuchar, para volver a aprender a oír.
Descubre un acuífero dentro de sí que le mana por los ojos y otro fuera de sí que le fluye por la garganta y se da cuenta, además, de que ambos confluyen en un ciclo continuo e indetenible.
Los días van pasando por más que se los oculte bajo una piedra, todos iguales, todos dolentes.
Ahora, pasado un tiempo que mide en otras escalas, como las del cambio de piel de la serpiente, sabe oír y ama lo imprescindible que le fue siempre el silencio.
No desearía decir cómo se siente a sabiendas de no ser comprendido pero tampoco hay mayor problema, pues no tiene a quién compartirle sentimientos más que a la palma cuando la dobla con levedad el mistral.
Es por eso –razona- más que probablemente, que no ha encontrado ni una sola enciclopedia escupida a la costa por el mar de septiembre.
A ratos, con cualquier excusa, habla con Dios de las cosas más bobas y triviales. Digamos, de cómo cambia el color de la rada de verde azulado a azul verdoso sin que parezca existir una lógica.
Y Dios, que siempre estuvo en este lado del mundo y de los hombres, siempre le responde.