Han aparecido unas nubes incómodas en el preciso punto del espacio en que nos pertenecía el cielo, ocupando el aire con una densidad irrespirable y desgastando la escasa paciencia de quienes tenemos alas. Descenderé.

Nosotros, aerolíneas que dibujamos geometrías novedosas donde tú jamás podrás estar, contemplamos con natural soberbia tu reducido mundo, tu falta de perspectiva, tu errática matemática terrena: a vista de pájaro, eres tan plana como tu domicilio sin dimensión ni sorpresa. Inhóspito de tan limpio.

Desde aquí, en una altura imprecisa pero elevada, la ausencia de relieve denuncia la planicie de cuerpos y de deseos, la vida cotidiana de un mapa con cuadrículas en las que se pone el sol y amanece y la historia se repite.

No para mí.

Ni para los de mi especie.

No soy de los que se aparean porque cae la tarde y viene la noche y ahí acaban las certezas. No. Yo migro a la luz y hacia las rachas de viento que refrescan mi cara viviendo una alborada eterna.

No me canso y no preciso detenerme. He dado la vuelta a tu universo así unas cuantas veces, por diversión de dios, para verte ir tres veces al trabajo en uno solo de mis vuelos. Para verte cansada, para escuchar tus reclamos al cielo que no escucha, para cazar al vuelo tus deseos de salir de ahí, de salir de ti, de olvidar que me viste pasar sobrevolándote.

No me amas. Envidias eso de mí que desconoces, esa vigilia perenne que precede al alba y que te observa sin perder detalle. Comprendo el término geografía y la palabra estación, pero no la expresión de tus ojos ciertos días de noviembre. No me esfuerzo porque sé que nunca llegaré a entenderte. Somos tan diferentes como la noción de norte y sur-sudeste. No ha de tener razón de ser por más que exista.

Y mucho menos aún, esa manera nuestra de observarnos.