“Los hombres que a mí me gustan no saben llorar” -se dijo Beppo- mientras pintaba un exagerado lagrimón bajo su ojo izquierdo y se colocaba la bola roja en la nariz. Desgreñó un poco más la peluca. Pensó fugazmente en los poderosos brazos y el vientre plano de Marco volando de un trapecio a otro. Saltando en el vacío de una falsa promesa a otra. Sin red. Torció el corbatón y se desfajó la camiseta. “Ojalá te mates un día de estos”. Contuvo la respiración y entró a la pista tropezando. Risas, aplausos. Contó el mismo chiste malo de siempre. O eso le pareció. Los niños se habían quedado mudos.