Si volviera a lo de antes, a las noches sin propósito ni tiempo, sin renovación posible en amaneceres nuevos. Días como recién nacidos sin brazos que olvidan traer pan a este mundo lascivo y asfixiado, repetición de ciclo absurdo y sin sentido. Seres deseosos de sí mismos que no amarán a nadie y harán lo imposible por prevalecer sin consumirse. Futuro imperfecto de carne subjuntiva, avariciosa del tiempo que les quede. Y los demás, detrás, callados, con gesto inexpresivo y con ropa usada y maloliente. Prefiero la noche cuando llueve afuera porque sé que no volveré a ver lluvia ni mancharé de barro mis zapatos. No podré ya salir de aquí, ni descorrer la cortina, a riesgo de mi vida. Han tocado a la puerta y me hecho el ausente, el ciego, el sordo, el impedido. Luego, recordando un viejo rito, he corrido a la cocina y he tardado unos minutos hasta dar con el bote de sal gruesa. He regresado a la puerta y he trazado una línea blanca en el suelo, por donde antes se colaba una rendija de luz por las mañanas. Luz que ya no quiero, luz que me confundiría, brillo que me apartaría de la, mi, noche. Ahora puedo estar seguro de retener a los malos espíritus conmigo. Con esa seguridad que da el saber que ya no podré huir. Con la certeza de que nada perturbará el ruido constante que atruena mis oídos. Queda en la ropa de ese armario un atisbo de aquel perfume antiguo que fue de una presencia, que tuvo voz y voto, que sintió alegría e hizo sentir pena. O, más probablemente, estoy tan aturdido que el moho me huele a limón fresco y a mantillo de macetas. ¿Habré puesto suficiente sal? ¿Qué haré con la luz exterior si al fin penetra? En algún rincón debo haber olvidado el plano que me ayudaba a moverme por la casa; a saber, primero, en dónde estaba, y luego hacia dónde debía dirigirme si pretendía dormir o defecar, cocinar o escribir, leer o enderezar los cuadros de un pasillo. Recuerdo haber trazado líneas y tomado distancias y haber asignado un lugar a cada cosa, yo incluido. A prohibirme ciertas esquinas y trayectos que no me conducirían a nada bueno, pongamos por ejemplo, abrir habitaciones donde se guardan cosas como fotos que a nadie le interesan. O donde se me hicieron preguntas sin respuesta. O en las que habitaron otros que fueron de mí y no son conmigo. No, no es por temor ni cobardía, es por cansancio. Y porque ya no doy de sí, ni de no, ni de mí para poco más que una superficial limpieza. Es una casa amplia, pero no enorme. Una construcción que he acotado en recintos cada vez menores acortando recorridos. El aquí para allá de estos últimos días me lleva mucho menos tiempo que el trajín de antes. He estado pensando en poner todas las cosas en un solo cuarto para tenerlo así todo a mano. Habilitar el cuartito de visitas para visitarlo yo, y agasajarme con mi café y mis galletitas y mi música, la misma que oigo siempre. Darme con educación las buenas tardes e interesarme por mi salud y mis planes de futuro para este mundo nuevo que se me vino encima. Ojalá que pueda poner también los libros y el colchón. Y bueno, pues al váter tendré que ir y calentarme algo en la cocina pero, si por mí fuera, iría empujando las paredes para hacer aún más estrecho ese espacio y no tener que mover siquiera los pulmones para inhalar el aire. Y volviendo a la música, no sé por qué le puse tanto empeño en tener tantísimo disco de jazz y cosas que ni me gustan. Debió de ser para que otros admirasen mi melomanía, mi megalomanía, mi estupidez elevada al cubo de Rubik. Otros que vinieron, bebieron, vivieron y aprovecharon para llevarse algo que les gustaba y jamás regresaron. Creo que así se despojó la casa de la piel y las escamas hasta quedar descarnada. Todo el que vino se llevó algo sin dejar nada a cambio y así se pelaron las paredes, se abombó el techo y los suelos perdieron el lustre. Faltaba poco para que se fueran los demás que la habitaban y que fueron parte de algo mío. Salieron dando un portazo y se llevaron también mi cabello y mis uñas, mis dientes y las únicas tijeras que cortaban bien. Todos los días resuena el estruendo de la puerta. Por más que sepa que va a suceder e intente evitarlo, el portazo me pilla desprevenido y me estremece. La puerta, la que he sellado con sal, no vaya a ser que entre la luz, o que pretenda entrar alguien. O algo.