Cerré la puerta sin hacer ruido y fui a acostar a los niños. Estaban temblando de miedo. Intenté calmarles con un beso, arropándoles y tarareando a duras penas la misma melodía que sonaba a todas horas en la radio, la misma que entonábamos todos en la ciudad, la que cantaban los hombres en el frente. No te envenenes, deja de llorar. Los rusos debían estar cerca, porque el bunker no paraba de estremecerse con el bombardeo incesante. Me tumbé a su lado rogando al cielo que la pastilla “para poder dormir” que Kurt nos había dado unos minutos antes hiciera efecto pronto. Seguí cantando en voz baja: Quise ser un héroe, otra vez será.