Acostumbrado a hablar solo, Isaías se asustó un poco al escucharse el “buenos días” que había dejado escapar en voz alta, sin pedir permiso a su boca, que a esas horas de la mañana estaba aún pastosa por la celebración continua de la noche anterior. Una boda en Punta Allen es una celebración como debe ser, no cualquier cosa. Boda, reboda y tornaboda. En menores palabras: hasta caer rendidos y que nos resucite el viento, si es que sopla suficiente.

Había venido familia de todas partes del globo: Desde Mérida y más al Norte por lo menos. La Julia y sus tres hijos pequeños, de ojos hermosos como astros y piel morena amate, que estaban fascinados enharinándose con la arena albina de la costa, haciendo cabecear las lanchas en la orilla y persiguiendo iguanas amarillas tan ágiles y juveniles como ellos. Don Lupe, serio siempre hasta el tercer tequila, con su ensayada pose de patriarca y su bastón pelado de muescas calendario. Los padres y hermanos de la novia, todo bronce y perfil maya, como sacados de un códice. Pancracio y Lupercio, que habían dejado la pizzeria en Chicago sólo por esta vez, después de doce años, y habían volado vía Atlanta hasta Cancún para ver de blanco a la Luisa, a la que así de por sí no le correspondía la cosa, pero todos los vestidos de novia son de color blanco y con el pecho en encaje parisién y brocado italiano. Ni modo. De revista. Como debe de ser.

Venían también unos del Distrito Federal que se creían mucho, protestaban a todas horas por todo y venían de traje, pero habían jurado y perjurado llegar para el evento. Seguro que manejaban atontados por el aire acondicionado y sin respirar la selva, aplastando los cangrejos. Pinches chilangos, por eso nadie los quiere. Carne de mosquito. Pero también fueron bienvenidos y enseguida le entraron a la fiesta. Le debían dinero a Don Polo y trajeron buen regalo. Claro que aquí, un DVD, a las doce vale madres porque se acaba la luz hasta mañana. Por eso éramos primero once, luego treinta y ocho, después cuarenta y nueve y ahora sesenta y cuatro. Y porque somos testigos y decentes que si no, esto ya sería Cancún, lleno de güeritos color de llanta y esprintbreiquers pedas con las tetitas sonrosadas al aire.

A la fiesta se sumaron los del pueblo, los sesenta y cuatro, todos. Y algunos parientes de Playa del Carmen y de Chetumal. Unos alemanes que llegaron en Lanrover y se hicieron longuis por quedarse, y que a la mera hora resultaron simpáticos porque no se les entendía ni mais, abrazando a las unas y a los otros como si se conocieran desde siempre, muy divertidos los guiris, buen rollo. No faltaron los perrillos azules, los cocos amarillos ni la temperatura de 32°C a las diez de la noche. Chelas bien muertas y camarón del día, con su habanero machacado, pimientita y ya. Todo perfecto, naif, verdadero.

Isaías 14:10, como buen testigo de Jehová, no bebía jamás, no ponía nunca una mala palabra en su boca, no fumaba y se alejaba lo más posible de la tentación. Claro que el Deuteronomio no aclara exactamente qué tanto es una distancia prudente de la Luisa y si tantas distancias hubiéramos de poner, no se juntarían los suficientes elegidos para hacerle legión a Dios. “No voy a ser yo el 99,999” había pensado muchas veces, así que fue ajustando decimales con todas las del pueblo sin preocuparse demasiado en exceder las cifras.

Y es que con 32°C a las diez de la noche, cuando muere el ruido del generador y sólo se escucha la marea, las hamacas piden compasión. Y la Luisa es una gritona que hasta Isla Culebras se la escucha cuando la goza. Una escandalera. Por eso me gusta.

Catorcediez no es un salmo, ni un versículo –cosa con la que los eruditos acostumbraban confundirse- sino la hora precisa en que Isa decidió hacer acto de presencia en este mundo con toda la intención de quedarse. Se asentó con pleno derecho, más cuando empezó a chupar teta como orate y a desarrollarse –igual de por alto que de por ancho- y unió sus ciento y pico kilogramos de yunque y de silencio a las airosas maderas de su lancha tiburonera, todo uno, indivisible.

Don Polo, el padre de Isa, había tomado literalmente las Escrituras y había cambiado su vocación de langostero en la de pescador de hombres. Esperaba marcialmente a la entrada de la selvática aldea, frente al modesto campo militar –que tiene una antena de transmisión para emergencias que nadie supo operar nunca, ni con el huracán- y unos metros a la izquierda del letrero “Welcome to Punta Allen” para apresar a los primeros turistas en sus expertas redes. Negociaba el precio de la lancha como un experto en divisas del Deutsche Bank, ajustándose con los locales y obteniendo justa y merecida revancha con los pinches gringos que Dios confunda.

Todos en Punta Allen olían a cangrejo, a cormorán, a delfín, a víbora de los manglares, a altiva águila blanca, a tortuga, a pelícano y fragata. A coral. Todos los recién llegados olíamos al día fuera del tiempo. Y a nosotros, los esperados del tres kin, siete uinal, cinco kun, siete baktún…nos esperaba un espejo.

Todos éramos una palabra mágica: Sian Kaan.

Y a nosotros, los recién aparecidos, hombres barbados predichos desde el origen del tiempo por el Chilam Balaam, peregrinos camino al cielo, nos recibió un reflejo: la imagen desnuda de lo que somos realmente.