Cada vez que me abandonaba, los tenedores aparecían en perfecta formación sobre la alfombrilla de la ducha. Un ritmo de bossa nova surgía de la rejilla del aire acondicionado y se repetía machaconamente desde las nueve y cuarto hasta las once y cinco. Después se hacía un silencio tan opaco que me impedía dormir. Pasaba la noche ordenando bolsitas de té sobre las líneas de las baldosas. A veces, cuando más me dolía extrañarla, ni la tierra de las macetas me calmaba el hambre. Me cambiaba de dedo el anillo y me sentaba en la cocina a esperarla.