La puerta estaba desvencijada y, al abrirla, chirriaba como si nadie la hubiera abierto desde hace años. El cuarto olía mal, con un olor que me transportaba a algún lugar siniestro de mi niñez. De las paredes colgaban unos cuadros viejos y horribles, con escenas de santos. La estantería de madera, al fondo de la habitación, estaba repleta de libros llenos de polvo y de fotografías de una mujer nada hermosa. Lo demás eran muebles baratos de pésimo gusto. Hasta el color de las paredes desprendía tristeza. No me quise sentar a esperar en ese antro y decidí salir a la calle.